HISTORIA DE LA REFORMA PROTESTANTE [+4]

LA REFORMA
Tabla de contenidos

El protestantismo tuvo su origen en las ideas del alemán Martín Lutero en el siglo XVI.

se caracteriza por creer que la salvación no depende de las obras sino de la fe y por considerar la Biblia como la única fuente de todas sus enseñanzas; defiende la igualdad esencial de todos los miembros de la Iglesia y sólo tiene dos sacramentos, el bautismo y la eucaristía: las cuatro tradiciones principales del protestantismo que emergieron tras la Reforma fueron la luterana, la calvinista, la anabaptista y la anglicana.

 

La reforma monástica          

Através de toda la “era de las tinieblas”, siempre había quedado encendida la chispa de los ideales evangélicos. Los nobles que guerreaban entre sí, los miembros de los diversos partidos que se disputaban el papado, y los siervos que en fin de cuentas proveían el sustento de Europa, eran todos cristianos. 

Llamarlos “cristianos de nombre” sería inexacto, pues su fe, aunque quizá errada o inoperante, y ciertamente demasiado desentendida de los designios de Dios para la historia humana, era sincera. Se trataba más bien de personas para quienes la fe era ante todo el modo de ganar el cielo, y a quienes ese cielo les parecía tan real como la tierra en que vivían. 

Para ellas, la salvación del alma era el propósito último de la vida humana, y por ello los más atroces atropellos se excusaban sobre la base de su justificación eterna.

Pero la época era oscura y turbulenta. En medio de las rapiñas de los nobles, los sufrimientos de los oprimidos, la ambición de los prelados, y las invasiones de húngaros, normandos y sarracenos, las almas parecían peligrar. 

El pecado abundó, y la iglesia se vio obligada a ofrecer medios de gracia para su expiación. Así se desarrolló el sistema penitencial, que a la postre dio origen al conflicto entre protestantes y católicos en el siglo XVI. El noble que mataba a su pariente en el campo de batalla, o el prelado cuya ambición desbordaba, podían encontrar remedio en los sacramentos de la iglesia, y así subsistir en medio de la era tenebrosa en que les había tocado vivir.

Otro camino le quedaba al cristiano de aquella época. Puesto que la vida del común de las gentes estaba llena de desasosiego, violencias y tentaciones de toda clase, ¿por qué no apartarse de ella y seguir la senda del monaquismo? Durante toda la “era de las tinieblas”, la vida monástica ejerció una fascinación constante sobre los espíritus más religiosos.

Empero aun esa senda estrecha se había vuelto casi intransitable. Muchos monasterios fueron saqueados y destruidos por los invasores normandos y húngaros. Los que se encontraban en lugares más protegidos se volvieron juguete de las ambiciones de abades y prelados. 

Los nobles u obispos que eran sus supuestos protectores los utilizaban para sus propios fines. Al igual que el papado y los obispados, las abadías fueron objeto de codicia, y hubo quienes llegaron a ellas mediante la simonía o aun el homicidio, y luego las utilizaron para llevar una vida muelle muy distinta del ideal benedictino. Los monjes de vocación sincera se veían violentados por las circunstancias de la época. 

La Regla de San Benito apenas se cumplía. Y cuando algún monje devoto fundaba un nuevo monasterio, a la postre éste también se volvía presa de los ricos y poderosos.

La reforma cluniacense

En medio de todo esto, el duque Guillermo III de Aquitania fundó un pequeño monasterio en el año 909. En sí, esto no era nuevo, pues a través de la “era de las tinieblas” los señores feudales habían fundado casas monásticas. Pero varias decisiones sabias y circunstancias providenciales hicieron de aquel pequeño monasterio el centro de una gran reforma.

Para dirigir su fundación, Guillermo trajo a sus tierras a Bernón, quien se había distinguido por su firmeza al aplicar la Regla, y por sus propios esfuerzos en pro de la reforma de otros monasterios. 

Bernón le pidió a Guillermo que le concediera para su fundación un lugar llamado Cluny, que era el sitio favorito de caza del Duque. Este accedió a esa petición, y le concedió al nuevo monasterio las tierras aledañas necesarias para su sustento. 

El carácter de esa cesión fue de suma importancia, pues Guillermo, en lugar de retener el título y los derechos de patrono del monasterio, les donó las tierras a “santos Pedro y Pablo”, y colocó la nueva comunidad bajo la protección directa de la Santa Sede. Puesto que a la sazón el papado pasaba por una de sus peores épocas, esa supuesta protección no tenía otro propósito que prohibir la ingerencia de los señores feudales u obispos cercanos. 

Además, para evitar que el papado, corrupto como estaba, utilizara a Cluny para sus propios fines partidistas, Guillermo prohibió explícitamente que el papa invadiera o de cualquier otro modo tomara posesión de lo que pertenecía a los dos santos apóstoles.

Bernón gobernó a Cluny hasta el 926. De su época se conservan pocos datos, pues Cluny no fue sino un monasterio más de los muchos que Bernón reformó. A su muerte, le sucedió toda una serie de abades de gran habilidad y altos ideales, quienes hicieron de Cluny el centro de una gran reforma monástica: Odón (926–944), Aimardo (944–965), Mayeul (965–994), Odilón (994–1049) y Hugo (1049–1109). 

Seis abades extraordinariamente capaces y longevos rigieron los destinos de Cluny por doscientos años. Bajo su dirección, los ideales de la reforma monástica cobraron vuelos cada vez más altos. Aunque el séptimo abad, Poncio (1109–1122) no fue digno de sus antecesores, su sucesor, Pedro el Venerable (1122–1157), le devolvió a Cluny algo del lustre que había perdido.

Al principio, el propósito de los cluniacenses no era sino tener un lugar donde practicar a cabalidad la Regla de San Benito. Pronto ese ideal amplió sus horizontes, y los abades de Cluny, siguiendo el ejemplo de Bernón, se prestaron a reformar otros monasterios. Así surgió toda una red de “segundos Clunys”, que dependían directamente del abad del monasterio principal. No se trataba de una “orden” en el sentido estricto, sino de monasterios supuestamente independientes, pero todos bajo la supervisión del abad de Cluny, quien por lo general nombraba al prior de cada monasterio. Además, la reforma cluniacense se extendió a varios conventos de monjas, el primero de los cuales, Marcigny, fue fundado a mediados del siglo XI, cuando Hugo era abad de Cluny.

La principal ocupación de todos estos monjes, según lo estipulaba la Regla, era el oficio divino. A él los cluniacenses dedicaban toda su atención, hasta tal punto que en el apogeo de su observancia se cantaban ciento treinta y ocho salmos al día. Todo esto se hacía en medio de ceremonias cada vez más complejas, y por tanto los monjes de Cluny llegaron a dedicarse casi exclusivamente al oficio divino, dejando a un lado el trabajo manual que era tan importante en la tradición benedictina. Todo esto se justificaba alegando que la función de los monjes era orar y alabar a Dios, y que para hacerlo con toda pureza no debían enlodarse en los trabajos del campo.

En su apogeo, el celo reformador de Cluny no tenía limites. Tras regular la vida de centenares de casas monásticas, los cluniacenses comenzaron a soñar con reformar la iglesia. Era la época más oscura del papado, cuando los pontífices se sucedían unos a otros con rapidez vertiginosa, y cuando tanto los papas como los obispos se habían vuelto meros señores feudales, envueltos en todas las intrigas del momento. En tales circunstancias, el ideal monástico, tal como se practicaba en Cluny, ofrecía un rayo de esperanza. Al sueño de una reforma general según el modelo monástico se sumaron muchos que, sin ser todos cluniacenses, participaban de los mismos ideales. En contraste con la corrupción que existía en casi toda la iglesia en el siglo X y principios del XI, el movimiento cluniacense, y otros que siguieron el mismo patrón, parecían ser un milagro, un nuevo amanecer en medio de las tinieblas.

Por tanto, la reforma eclesiástica de la segunda mitad del siglo XI fue concebida en términos monásticos, aun por quienes no eran monjes. Cuando Bruno de Tula se dirigía como peregrino a Roma, donde habría de tomar la tiara y el título de León IX, tanto él como sus acompañantes iban imbuidos del ideal de reformar la iglesia según el patrón monástico establecido por Cluny. De igual modo que ese monasterio había podido llevar a cabo su obra por razón de su independencia de todo poder civil o eclesiástico, el sueño de aquellos reformadores era una iglesia en la que los obispos estuvieran libres de toda deuda al poder civil. La simonía (la compra y venta de cargos eclesiásticos) era por tanto uno de los principales males que había que erradicar. El nombramiento e investidura de los obispos y abades por los reyes y emperadores, con todo y no ser estrictamente simonía, se acercaba a ella, y debía prohibirse, sobre todo en aquellos países cuyos soberanos no tenían conciencia reformadora.

El otro gran enemigo de la reforma eclesiástica concebida en términos monásticos era el matrimonio de los clérigos. Durante siglos el celibato había tratado de imponerse; pero nunca se había hecho regla universal. Ahora, inspirados por el ejemplo monástico, los reformadores hicieron del celibato uno de los elementos principales de su programa. A la postre, lo que se había requerido sólo de los monjes se exigiría también de todos los clérigos.

La obediencia, otro de los pilares del monaquismo, lo sería también de la reforma del siglo XI. De igual modo que los monjes debían obediencia a sus superiores, toda la iglesia (de hecho, toda la cristiandad) debía estar supeditada al papa, quien encabezaría una gran renovación, como lo habían hecho dentro del ámbito monástico los abades de Cluny.

Por último, con respecto a la pobreza, tanto el monaquismo benedictino como la reforma que se inspiró en él sostenían una posición ambivalente. El buen monje no debía poseer cosa alguna, y su vida debía ser en extremo sencilla. El monasterio, en cambio, sí podía tener tierras y posesiones sin límite. Estas aumentaban constantemente gracias a los donativos y herencias que la casa recibía. A la larga se le hacía difícil al monje, con todo y ser personalmente pobre, llevar la vida sencilla que la Regla dictaba. Ya hemos dicho que los cluniacenses llegaron a negarse a cultivar la tierra, so pretexto de su dedicación exclusiva al culto divino, pero en realidad sobre la base de las muchas riquezas que su comunidad tenía. De igual modo, los reformadores se quejaban de la vida de lujo que los obispos llevaban, pero al mismo tiempo insistían en el derecho de la iglesia a tener amplias posesiones, supuestamente no para el uso de los prelados, sino para la gloria de Dios y el bienestar de los pobres. Pero a la postre tales posesiones dificultaban la labor reformadora, pues invitaban a la simonía, y el poder que los prelados tenían como señores feudales los envolvía constantemente en las intrigas políticas de la época.

Una de las principales causas de la decadencia del movimiento cluniacense fue la riqueza que pronto acumuló. Inspirados por la santidad de aquellos monjes, muchos nobles les hicieron donativos. Pronto la abadía de Cluny se volvió uno de los más suntuosos templos de Europa. Otras casas siguieron el mismo camino. Con el correr de los años, se perdió la sencillez de vida que era el ideal monástico, y otros movimientos más pobres y más recientes tomaron su lugar. Igualmente, una de las principales causas de los fracasos que sufrió la reforma del siglo XI fue la riqueza de la iglesia, que le hacía difícil desentenderse de las intrigas entre los poderosos, y tomar el partido de los oprimidos.

La reforma cisterciense

El movimiento de Cluny estaba todavía en su apogeo cuando, debido en parte a su inspiración, otros se lanzaron a empresas semejantes. En diversos lugares se renovó la vida eremítica, o por otros medios se intentó acentuar el rigor de la Regla. Así, por ejemplo, Pedro Damiano no se contentaba con el principio de “suficiencia” enunciado por San Benito para evitar la vida muelle, e insistía en la “penuria extremada”. A este espíritu rigorista se sumaba cierto descontento con el monaquismo cluniacense, que se había vuelto rico, y había elaborado sus rituales hasta tal punto que el trabajo manual se descuidaba. Estos sentimientos dieron lugar a varios nuevos movimientos monásticos, de los cuales el más importante fue el de los cistercienses.

La reforma eclesiástica de que trataremos en los dos próximos capítulos estaba en su auge cuando Roberto de Molesme decidió abandonar el monasterio de ese nombre y fundar uno nuevo en Cîteaux: de cuyo nombre latino, Cistertium, se deriva el término “cisterciense”. Poco después, por orden papal, Roberto tuvo que regresar a Molesme. Pero en Cîteaux quedó un pequeño núcleo de monjes, decidido a continuar la obra comenzada. El próximo abad, Alberico, logró que el papa Pascual II, en el 1110, colocara el nuevo monasterio bajo la protección de la Santa Sede, como lo estaba el de Cluny. Bajo Esteban Harding, el sucesor de Alberico, la comunidad continuó creciendo, y se hizo necesaria una nueva fundación en La Ferté.

Empero el gran desarrollo de la nueva orden tuvo lugar después de la entrada a ella de Bernardo de Claraval. Este tenía veintitrés años cuando se presentó en Cîteaux, y solicitó entrada a la comunidad con varios de sus parientes y amigos. Poco antes, había decidido que su vocación era unirse a ese monasterio, y se había dedicado a convencer a sus hermanos y demás allegados para que lo siguieran. El hecho de que se pudo presentar en Cîteaux con un nutrido grupo de reclutas era una de las primeras muestras de sus poderes de persuasión. Pocos años después el número de monjes en Cîteaux era tal que Bernardo recibió instrucciones de fundar una nueva comunidad en Claraval. Este nuevo monasterio pronto se volvió uno de los principales centros hacia donde se dirigían las miradas de toda la cristiandad occidental. Bernardo llegó a ser el más famoso predicador de toda Europa, que le dio el sobrenombre de “Doctor Melifluo”, porque las palabras de devoción brotaban de su boca como la miel de un panal. La fama de su santidad era tal que el movimiento cisterciense se vio invadido por multitudes que deseaban seguir el mismo camino.

Bernardo era ante todo monje. En la cita que encabeza el presente capítulo, lo vemos afirmar lo que él siempre creyó y el Señor había declarado: que la parte de María era mejor que la de Marta. Su deseo era pasar todo su tiempo meditando acerca del amor de Dios, particularmente en su revelación en la humanidad de Cristo. Esa humanidad era el tema principal de su contemplación. Esto llegó a tal punto que se cuenta de él que en cierta ocasión, cuando uno de sus acompañantes comentó en su presencia acerca de un lago junto al cual habían andado todo un día, Bernardo preguntó: “¿Qué lago?” Como monje, Bernardo insistía en la vida sencilla que había sido el ideal del monaquismo primitivo. En esa vida, el trabajo físico, particularmente en la agricultura, era importante.

Mientras los monjes de Cluny se excusaban de ese trabajo porque no querían que las vestimentas en las que adoraban a Dios se enlodaran, los cistercienses pensaban que todo teñido de las vestiduras era un lujo superfluo, y por ello se les conoció como “los monjes blancos”.

En su organización, el movimiento cisterciense debía ser sencillo. Pero era necesario evitar la excesiva centralización de Cluny, donde todo dependía del abad. Por ello, los monasterios cistercienses eran relativamente independientes, y mantenían sus vínculos mediante conferencias anuales en las que todos los abades se reunían. Además, los abades de las primeras casas tenían cierta autoridad sobre los demás. Pero aparte de esto cada monasterio era independiente.

Aunque Bernardo estaba convencido de que María había escogido la mejor parte, pronto se vio obligado a tomar el papel de Marta. A pesar de que su propósito explícito era dedicarse a la vida retirada, tuvo que intervenir como árbitro en varias disputas políticas y eclesiásticas. Su personalidad de tal modo dominó su época, que hemos de encontrarnos con él repetidamente en esta sección de nuestra historia, ya como el gran místico de la devoción a la humanidad de Cristo, ya como el poder detrás y por encima del papado, ya como el campeón de la reforma eclesiástica, ya como predicador de la segunda cruzada, o ya como el enemigo implacable de las nuevas corrientes teológicas.

Esta breve narración de los dos principales movimientos de reforma monástica de los siglos X al XII nos ha obligado a adelantarnos en algo al orden cronológico de nuestra historia.

Por tanto, volvamos a donde habíamos dejado la sección anterior, es decir, al año 1048, en tiempos del abad Odilón de Cluny, y medio siglo antes de la fundación de Cîteaux.

La reforma papal             

¿Qué habrían hecho los obispos de antaño, de haber tenido que sufrir todo esto? [… ] Cada día un banquete. Cada día una parada. En la mesa, toda clase de manjares, no para los pobres, sino para huéspedes sensuales, mientras a los pobres, a quienes en realidad pertenecen, no se les deja entrar, y desfallecen de hambre.

San Pedro Damiano

Al terminar la sección anterior, un pequeño grupo de peregrinos marchaba hacia Roma. A su cabeza iba el obispo Bruno de Tula, a quien el Emperador había ofrecido el papado. Pero Bruno se había negado a aceptarlo de manos del Emperador, y había insistido en ir a Roma como peregrino. Si en esa ciudad el pueblo y el clero lo elegían obispo, aceptaría de ellos la tiara papal. Esta actitud por parte de Bruno reflejaba una de las preocupaciOnes principales de quienes buscaban la reforma de la iglesia. Para estas personas, uno de los peores males que sufría la iglesia era la simonía, es decir, la compra y venta de cargos eclesiásticos. El ser nombrado por las autoridades civiles, aun cuando no hubiera transacción monetaria alguna, les parecía a Bruno y a sus acompañantes acercarse demasiado a la simonía. Un papado reformador debía surgir puro desde sus propias raíces. Como le había dicho el monje Hildebrando a Bruno, aceptar el papado de manos del Emperador sería ir a Roma “no como apóstol, sino como apóstata”.

Otro miembro de la comitiva de Bruno era el monje Humberto, quien en su monasterio en Lotaringia se había dedicado al estudio, y a escribir en pro de la reforma eclesiástica. Su principal preocupación era la simonía, y su obra Contra los simoníacos fue uno de los más duros ataques contra esa práctica. Humberto era un hombre de espíritu fogoso, quien llegó a afirmar que las ordenaciones hechas por un obispo simoníaco carecían de valor. Esta era una posición extrema, pues quería decir que muchísimos de los fieles, aun sin ellos saberlo, estaban recibiendo sacramentos inválidos. Más tarde, Humberto fue hecho cardenal por León IX, y fue él quien, como vimos en la sección anterior, depositó sobre el altar de Santa Sofía la sentencia de excomunión contra el patriarca Miguel Cerulario, que marca el cisma entre las iglesias de Oriente y Occidente.

Quizá el más notable miembro de aquella comitiva era el joven monje Hildebrando, quien era buen conocedor de la ciudad de Roma, de sus altos ideales y sus bajas intrigas. Nacido alrededor del año 1020 en medio de una humilde familia de carpinteros de Toscana, de niño había entrado al monasterio de Santa María del Aventino, en Roma. Allí se había dedicado al estudio y la devoción, y llegó a la conclusión de que era necesario reformar la vida eclesiástica. Fue allí donde conoció a Juan Gracián, quien llegó a ser papa bajo el nombre de Gregorio VI.

Como dijimos antes, Gregorio VI trató de reformar la iglesia. Con ese propósito en mente, llamó a Hildebrando junto a sí. Pero la reforma de Gregorio VI resultó fallida, pues pronto hubo tres pretendidos papas, y Gregorio abdicó en pro de la paz y la unidad de la iglesia. A su exilio lo acompañó Hildebrando, y se dice que fue él quien le cerró los ojos al morir.

Dos años después Bruno de Tula, camino de Roma, llamó a Hildebrando junto a sí, para que le ayudara a emprender de nuevo la reforma que Gregorio VI había intentado. Aunque algunos historiadores han pretendido ver en Hildebrando el verdadero poder que se movía tras el trono pontificio a través de varios papados, la verdad es que los documentos existentes no dan base a tal interpretación de los hechos. Hildebrando parece haber sido más bien un hombre humilde cuyo sincero deseo era la reforma eclesiástica, y que prestó su apoyo a varios papas reformadores. Ese apoyo le fue haciendo un personaje cada vez más poderoso, hasta que por fin fue electo papa,y tomó el nombre de Gregorio VII.

León IX

Por lo pronto, el próximo papa sería Bruno de Tula, quien se dirigía a Roma, no como el nuevo pontífice nombrado por el Emperador, sino como un peregrino descalzo que visitaba la ciudad papal en un acto de humilde devoción. A su paso por Italia, camino de Roma, las multitudes lo vitoreaban, y después se comenzó a hablar de los milagros que ocurrieron en aquella peregrinación.

Tras entrar en Roma descalzo, y ser aclamado por el pueblo y el clero, Bruno aceptó la tiara papal, y tomó el nombre de León IX.

Tan pronto como se vio en posesión legítima de la cátedra de San Pedro, León comenzó su obra reformadora. Para ello se rodeó de varios hombres que habían dado muestras de su dedicación a esa causa. Además de Humberto e Hildebrando, hizo venir a Pedro Damiano, monje austero que se había ganado el respeto de cuantos en Europa se lamentaban de la situación en que se encontraba la iglesia. A diferencia de Humberto, Pedro Damiano no se dejaba llevar por su celo reformador, sino que buscaba una reforma que diese muestras del espíritu de caridad que reina supremo en los Evangelios. Así, por ejemplo, compuso un tratado en el que, al mismo tiempo que condenaba la simonía, declaraba que los sacramentos que los fieles recibían de los simoníacos sí eran válidos. Más tarde, cuando León IX tomó las armas contra los normandos, Pedro Damiano condenó la actitud guerrera del pontífice.

Con la ayuda de Hildebrando, Humberto, Damiano y otros, León IX emprendió la reforma de la iglesia. Para todos estos hombres, esa reforma debía consistir particularmente en abolir la simonía y generalizar el celibato eclesiástico. Pero esos dos puntos principales acarreaban una serie de consecuencias importantes. En medio de la sociedad feudal, la iglesia era una de las pocas instituciones en las que existía todavía cierta movilidad social. Tanto Hildebrando como Pedro Damiano eran de origen humilde, y a la postre el primero sería papa, y el segundo santo y doctor de la iglesia. Pero esa movilidad social quedaba amenazada por la práctica de la simonía, que ponía los más altos cargos eclesiásticos al alcance, no de los más aptos o los más devotos, sino de los más ricos. Si a esto se unía el matrimonio eclesiástico, se corría el riesgo de que los grandes prelados trataran de proveer una herencia para sus hijos, y que por lo tanto el alto clero se volviese una casta feudal, como las otras que existían en aquella época. Luego, la oposición de los reformadores al matrimonio eclesiástico tenía, además de los móviles explícitos de afirmar los valores de la vida célibe, otros móviles más profundos, quizá no conocidos a cabalidad por sus propios propugnadores. En todo caso, no cabe duda de que las clases populares se sumaron pronto a los reformadores, sobre todo por cuanto la práctica de la simonía colocaba el poder eclesiástico en manos de los ricos.

Después de tomar una serie de medidas reformadoras en Italia, León se dispuso a extender la reforma a lugares más distantes. Con ese propósito viajó a Alemania, donde el emperador Enrique III y algunos de sus antecesores habían dado pasos contra la simonía, pero donde León sentía la necesidad de afirmar la autoridad papal. Allí excomulgó a Godofredo de Lorena, quien se había rebelado contra Enrique, y obligó al insurrecto a someterse. Luego intercedió a su favor ante el Emperador, quien le perdonó la vida. De este modo, León afirmaba una vez más la autoridad papal por encima de los señores feudales. En Francia la práctica de la simonía estaba generalizada, y por tanto el Papa decidió visitar ese país. El rey de Francia y muchos de los grandes prelados le indicaron de diversos modos que no deseaban una visita papal. Pero a pesar de ello León, casi haciéndose el sordo, fue a Francia, donde convocó un concilio que se reunió en Reims. Allí varios prelados culpables de simonía fueron depuestos, y se dio orden de que los sacerdotes y obispos casados dejasen a sus mujeres. Aunque esta última orden no fue obedecida por muchos, el prestigio del Papa aumentó considerablemente, y la práctica de la simonía disminuyó.

Empero aquel papa reformador no dejó de cometer sus errores. De éstos probablemente el más grave fue tomar personalmente las armas contra los normandos. Estos se habían establecido en el sur de Italia y en Sicilia, y desde allí amenazaban las posesiones papales. De Alemania, León no pudo obtener más ayuda que quinientos caballeros, al frente de los cuales marchó contra los normandos, al tiempo que aumentaba sus ejércitos con tropas de mercenarios. Pedro Damiano le increpó, mostrándole el contraste entre lo que León se proponía y las enseñanzas evangélicas. Pero a pesar de ello León marchó contra los normandos, a quienes presentó batalla en Cività-al-mare. Allí las tropas papales fueron derrotadas, y el propio Papa fue hecho prisionero por los normandos, quienes lo retuvieron hasta pocos meses antes de su muerte.

El otro error de León consistió en enviar a Constantinopla una embajada compuesta por clérigos inflexibles del talante de Humberto, cuya actitud ante Miguel Cerulario y ante las costumbres de la iglesia oriental fue una de las principales causas del cisma.

Los sucesores de León

A la muerte de León, se corría el riesgo de que el papado se volviera de nuevo motivo de contienda entre las diversas familias y partidos italianos. El único poder capaz de evitar esto era el emperador Enrique III. Pero pedirle a Enrique que nombrase al nuevo papa seria colocar de nuevo al papado bajo la sombra de los intereses políticos. De ese modo, todo lo que León había logrado se perdería.

En tales circunstancias, Hildebrando comenzó una serie de gestiones cuyo resultado fue que el Emperador accedió a la elección del nuevo papa por los romanos, siempre que ese papa fuese alemán. Así se garantizaba que el papado no caería en manos de alguna de las familias italianas que se lo disputaban. Pero existía todavía el peligro de que, por ser alemán, el sucesor de León resultara ser un juguete del Emperador. Por esa razón, el partido reformador, que a la sazón tenía el poder en Roma, hizo recaer la elección sobre Gebhard de Eichstadt.

Gebhard era uno de los más hábiles consejeros de Enrique. Pero era también un hombre de convicciones religiosas, que no se doblegaría ante la autoridad imperial. En señal de ello, antes de aceptar la tiara le dijo al Emperador que sólo aceptaría si Enrique le prometía “devolverle a San Pedro lo que le pertenecía”. El sentido de esta frase no está del todo claro. Pero sin lugar a dudas se refiere en parte a las tierras que los normandos habían tomado, y en parte a la autoridad papal, que los emperadores y otros gobernantes siempre estaban tentados de arrebatar.

Con el nombre de Víctor II, Gebhard ascendió a la cátedra de San Pedro en el 1055, tras una larga serie de negociaciones que tomaron todo un año. Su política religiosa fue continuación de la de León IX, pues iba dirigida mayormente contra la simonía y el matrimonio de los clérigos. En Alemania, Godofredo de Lorena se alzó de nuevo contra el Emperador, quien solicitó la presencia de su antiguo consejero Gebhard. Poco después que el Papa se reunió con su antiguo soberano, éste murió, y dejó a su pequeño hijo Enrique IV al cuidado de Víctor. En consecuencia, éste último tuvo por algún tiempo en sus manos las riendas de la iglesia y del Imperio. Con tales poderes, su política reformadora avanzó rápidamente. Hildebrando fue enviado a Francia, donde impulsó la reforma de la iglesia, depuso a varios prelados culpables de simonía, y limitó el poder de los señores feudales sobre los obispos. En Italia, Víctor siguió una política parecida. Pero cuando sus excesivos poderes lo llevaron a cometer injusticias contra algunos de sus antiguos rivales, Pedro Damiano volvió a alzar su voz de protesta. El Papa no parece haberle prestado atención, y se preparaba a dirigirse a Alemania para hacer valer allí su autoridad cuando murió repentinamente.

Una de las últimas acciones de Víctor había sido hacer nombrar a Federico de Lorena abad de Montecasino. Este Federico era hermano de Godofredo de Lorena, el mismo que se había rebelado dos veces contra Enrique III, y a quienes los papas habían condenado. Por tanto, su nombramiento señalaba un cambio de política. En todo caso, a la muerte de Víctor fue Federico de Lorena quien lo sucedió, con el nombre de Esteban IX. Su papado fue breve. Pero en él el movimiento reformador cobró tal auge que se produjo la insurrección de los “patares”, gente del pueblo que asaltaba las casas de los clérigos y maltrataba a sus esposas y concubinas. Esteban intervino para evitar los excesos. Pero ese episodio nos muestra que eran las clases populares las que más insistían en el celibato eclesiástico y en condenar la simonía.

A los pocos meses de ser hecho papa, Esteban murió, y las viejas familias nobles se posesionaron una vez más del papado haciendo elegir a Benedicto X. Mas el partido reformador no estaba dispuesto a dejarse arrebatar el papado tan fácilmente. Los cardenales y otros prelados romanos que habían sido nombrados por los papas reformadores estaban descontentos. Hildebrando, que por otras causas se encontraba a la sazón en la corte de la emperatriz regente Inés, la convenció de la necesidad de deponer a Benedicto. Con su apoyo, y con el de otras casas poderosas, Hildebrando y Pedro Damiano reunieron a los cardenales en Roma, y todos juntos declararon depuesto a Benedicto, y eligieron a Gerhard de Borgoña, quien tomó el nombre de Nicolás II.

En vista de lo sucedido, era necesario establecer un método para la elección del papa que no quedase sujeto a las vicisitudes del momento. Con ese propósito, Nicolás II reunió el Segundo Concilio Laterano, en el año 1059. Fue allí donde por primera vez se decretó que los futuros papas debían ser elegidos por los cardenales.

El cardenalato es una institución de orígenes oscuros. Al principio, se les daba el título de “obispos cardenales” de Roma a los obispos de siete iglesias vecinas, que junto al papa presidían el culto en la basílica lateranense. En el siglo VIII aparecen por primera vez los títulos de “presbitero cardenal” y “diácono cardenal”. En todo caso, en época de Nicolás II el cardenalato era ya una vieja institución, y quienes lo ejercían eran en su mayoría personas dedicadas a la reforma. Por esa razón, el Concilio decidió que en lo sucesivo la elección de cada nuevo papa quedase en manos de los obispos cardenales, quienes debían buscar la aprobación de los demás cardenales y, después, del pueblo romano. En cuanto a los antiguos derechos que los emperadores habían ejercido, de ser consultados antes de la consagración del nuevo papa, el Concilio se expresó ambiguamente, dando a entender que ni aun el emperador tenía derecho a vetar la elección hecha por los cardenales y el pueblo. Además, se ordenó que los futuros papas fuesen elegidos de entre el clero romano y que sólo cuando no se encontrase en ese clero una persona capacitada se acudiría a otras personas. Aunque en teoría el Concilio contaba todavía con el pueblo para la elección pontificia, en realidad limitó mucho su poder, pues determinó que en caso de tumultos o motines públicos los cardenales podían trasladarse a otra ciudad, y elegir allí al papa. El decreto del Segundo Concilio Laterano estableció el método de elección que, con algunos cambios, se sigue hasta nuestros días.

Al mismo tiempo que daba pasos para regular su sucesión, Nicolás II estableció una nueva política de alianza con los normandos del sur de Italia. Hasta entonces, estos invasores habían sido enemigos del papado, que más de una vez había tenido que acudir a las fuerzas imperiales para solicitar su apoyo. A partir de Nicolás, el papado pudo seguir una política mucho más independiente del Imperio, pues contaba con el apoyo de los normandos, cuyos jefes recibieron el titulo de duques, y más tarde de reyes.

A la muerte de Nicolás las antiguas familias romanas trataron de adueñarse una vez más del papado. Con el apoyo de la emperatriz regente Inés, eligieron su propio papa, a quien dieron el nombre de Honorio II. Pero los cardenales, inspirados y dirigidos por Hildebrando, declararon que esa elección, por ser contraria a lo dispuesto por el Concilio Laterano, era nula, y eligieron a Alejandro II. Este último pudo sostenerse frente a la oposición del Imperio gracias al apoyo de los normandos, hasta que cayó la emperatriz Inés y el próximo regente le retiró su apoyo a Honorio, quien tres años después de ser electo regresó a su antiguo obispado de Parma.

El pontificado de Alejandro II fue relativamente largo (1061–1073), y colocó la reforma papal sobre bases firmes. En diversas partes de Europa se tomaron medidas contra la simonía. Muchos prelados que habían comprado sus cargos fueron depuestos. Muchos otros se vieron obligados a jurar que no eran simoníacos. El celibato eclesiástico se volvió una causa cada vez más popular. Para aquellos reformadores, y para el pueblo que los seguía, no había diferencia alguna entre el matrimonio de los clérigos y el concubinato. Las esposas de los sacerdotes eran llamadas “rameras”, y tratadas como tales. El movimiento de los “patares” cobró nuevas fuerzas.

Un ejemplo del modo en que el fervor popular abrazó la causa de la reforma lo tenemos en el caso de Pedro, el obispo de Florencia. En esa ciudad, la costumbre de tener sacerdotes casados era todavía bastante general, y el pueblo y los monjes se hicieron el propósito de abolirla. Pero el obispo Pedro, que era un hombre moderado, trató de calmar los ánimos, y en respuesta los monjes lo acusaron de simoníaco. El jefe de los monjes era Juan Gualberto de Valumbrosa, cuya austeridad era famosa en toda la comarca, y a quien muchos tenían por santo. Juan Gualberto marchó por las calles de Florencia, acusando a Pedro de simoníaco. Desde Roma, Pedro Damiano, preocupado por el excesivo celo de estos reformadores, declaró que Pedro era inocente. Pero Hildebrando tomó el partido de Juan Gualberto. En Florencia, el pueblo se negaba a aceptar los sacramentos de Pedro y de los sacerdotes casados. Pedro insistía en su inocencia.

Por fin, a alguien se le ocurrió acudir a la prueba del fuego. En las afueras de la ciudad, cerca de un monasterio adicto a Juan Gualberto, se preparó el escenario para la gran prueba. Más de cinco mil personas se reunieron. Antes de las ordalías, el monje que iba a pasar por ellas celebró la comunión, y el pueblo, conmovido, lloró. Después, en medio de dramáticas ceremonias, el monje marchó a través de las llamas. Al verlo salir al otro lado, el pueblo rompió a gritar, y declaró que se trataba de un milagro, y que por tanto quedaba probado que Pedro era simoníaco. El malhadado obispo se vio obligado a abandonar la ciudad, mientras continuaban los desmanes contra los clérigos casados y sus esposas.

Gregorio VII

A la muerte de Alejandro, se planteaba de nuevo el asunto de la sucesión. El decreto del Concilio Laterano establecía un procedimiento para la elección del nuevo papa. Pero las viejas familias romanas habían dado pruebas de que ese decreto no les infundía gran respeto. También era posible que el Imperio tratase de imponer un prelado alemán, con la esperanza de que el papado volviera a ser instrumento de los intereses imperiales. Por otra parte, el pueblo romano, imbuido de las ideas de reforma que se habían predicado en toda la ciudad desde tiempos de León IX, no estaba dispuesto a permitir que el papado se tornara otra vez juguete de los intereses políticos de uno u otro bando. Por esa razón, en medio de los funerales de Alejandro, el pueblo rompió a gritar: “¡Hildebrando obispo! ¡Hildebrando obispo!”. Acto seguido, los cardenales se reunieron y eligieron papa a quien por tantos años había dado muestras de celo reformador y de habilidad política y administrativa.

Hildebrando era un hombre de altos ideales, forjados en medio de las tinieblas de la primera mitad del siglo. Su sueño era una iglesia universal, unida bajo la autoridad suprema del papa. Para que ese sueño llegase a ser realidad, era necesario tanto reformar la iglesia en los lugares donde el papa tenía autoridad, al menos nominal, como extender esa autoridad a la iglesia oriental, y a las regiones que estaban bajo el dominio de los musulmanes. Su ideal era la realización de la ciudad de Dios en la tierra, de tal modo que toda la sociedad humana quedase unida como un solo rebaño bajo un solo pastor. En pos de ese ideal, Hildebrando había laborado largos años, siempre entre bastidores, para dejar que otros ocuparan el centro del escenario. Pero ahora el pueblo reclamaba su elección. No había otro candidato capaz de salvar el papado de quienes querían hacer presa de él. El pueblo lo aclamó, los cardenales lo eligieron, e Hildebrando lloró. Ya no le seria posible continuar trabajando en la penumbra, y apoyar la labor reformadora de otros papas. Ahora era él quien debía tomar el estandarte y dirigir la reforma por la que tanto había añorado.

Al ascender al papado, Hildebrando tomó el nombre de Gregorio VII, e inmediatamente dio los primeros pasos hacia la realización de sus altos ideales. De Constantinopla le llegaban peticiones rogándole acudiera al auxilio de la iglesia de Oriente, asediada por los turcos seleúcidas. Gregorio vio en ello una oportunidad de estrechar los vínculos con los cristianos orientales, y quizá extender la autoridad romana al Oriente. En su correspondencia de la época puede verse que soñaba con una gran empresa militar, al estilo de las cruzadas que tendrían lugar poco después, con el propósito de derrotar a los turcos y ganarse la gratitud de Constantinopla. Pero nadie en Europa occidental respondió a su llamado, aun cuando el Papa, como un recurso extremo, se ofreció a encabezar las tropas personalmente. Por lo pronto, Gregorio tuvo que abandonar el proyecto.

En España se daban condiciones parecidas. Como veremos más adelante, era la época de la reconquista de las tierras que por casi cuatro siglos habían estado en poder de los moros. En Francia, había nobles que dirigían una mirada codiciosa hacia las tierras ibéricas, y que querían participar de la reconquista a fin de hacerse dueños de ellas. Con el propósito de darle fuerza legal a su empresa, algunos de esos nobles argüían que España le pertenecía a San Pedro, y que era por tanto en nombre del papado, y como vasallos suyos, que emprendían la reconquista. Gregorio alentó tales pretensiones. Pero su resultado fue nulo, pues por diversas razones la empresa francesa en España no se llevó a cabo.

Frustrado en sus proyectos tanto en el Oriente como en España, Hildebrando dedicó todos sus esfuerzos a la reforma de la iglesia. Para él, como para los papas que lo habían precedido, esa reforma debía comenzar por el clero, y sus dos objetivos iniciales eran abolir la simonía e instaurar el celibato eclesiástico. En la cuaresma de 1074, un concilio reunido en Roma volvió a condenar la compra y venta de cargos eclesiásticos y el matrimonio de los clérigos. Esto no era nuevo, pues desde tiempos de León IX los decretos en contra de la simonía y del matrimonio se habían sucedido casi ininterrumpidamente. Pero Gregorio tomó dos medidas que sí eran novedosas, con las que esperaba lograr que sus decretos fueran obedecidos. La primera fue prohibirle al pueblo asistir a los sacramentos administrados por simoníacos. La segunda consistió en nombrar legados papales que fueran por los diversos territorios de Europa, convocando sínodos y procurando por diversos medios que los decretos papales se cumplieran a cabalidad.

Al prohibirle al pueblo que recibiera los sacramentos administrados por simoníacos, Gregorio esperaba hacer del pueblo su aliado en la causa de reforma, de modo que los altos prelados y los sacerdotes que no se humillaban ante las órdenes papales fueran humillados al menos por la ausencia del pueblo. Empero este decreto era difícil de cumplir, pues en las regiones donde se practicaba más abiertamente la simonía no era fácil encontrar sacerdotes que no estuvieran mancillados por ella de uno u otro modo. Luego, el pueblo se veía en la difícil alternativa entre no recibir los sacramentos en obediencia al Papa, o recibirlos y así apoyar a los simoníacos. Además, pronto hubo quien comenzó a acusar a Gregorio de herejía, y a decir que el Papa había declarado que los sacramentos administrados por personas indignas no eran válidos, y que tal opinión, sostenida siglos antes por los donatistas, había sido condenada por la iglesia. De hecho, lo que Gregorio había dicho no era que los sacramentos administrados por sacerdotes indignos no fuesen válidos, sino sólo que, a fin de promover la reforma eclesiástica, los fieles debían abstenerse de ellos. Pero en todo caso la acusación de herejía contribuyó a limitar el impacto de los decretos reformadores.

El éxito de los legados papales no fue mucho mayor. En Francia, el rey Felipe I tenía varias razones de enemistad con el Papa, y por tanto los legados no fueron recibidos cordialmente. Con el apoyo del Rey, el clero se negó a aceptar los decretos romanos. Mientras el alto clero se oponía sobre todo a los edictos referentes a la simonía, muchos en el bajo clero se resistían a las nuevas leyes con respecto al matrimonio. En efecto, había buen número de clérigos casados, personas relativamente dignas de los cargos que ocupaban, que no estaban dispuestos a abandonar a sus esposas y familias sencillamente porque el ideal monástico se había adueñado del papado. Por tanto, estos clérigos se vieron forzados a unirse a los simoníacos en su oposición a la reforma que los papas prepugnaban. Gregorio y sus compañeros, surgidos todos de la vida y los ideales monásticos, estaban convencidos de que el monaquismo era el patrón que todos los clérigos debían imitar, y en ese convencimiento, al mismo tiempo que dañaron su propia causa creándoles aliados a los simoníacos, produjeron sufrimientos indecibles entre el clero casado y sus familias.

En Alemania, Enrique IV se mostró algo más cordial para con los legados papales. Pero esto no lo hizo porque estuviera de acuerdo con su misión, sino sencillamente porque esperaba que el Papa lo coronase emperador, y no quería granjearse su enemistad. Con el beneplácito real, los legados trataron de imponer los decretos romanos. En cuanto a la simonía, tuvieron cierto éxito. Pero la oposición a los edictos referentes al matrimonio eclesiástico fue grande, y tales edictos sólo se cumplieron en parte.

En Inglaterra y Normandía, Gregorio gozaba de cierta autoridad, pues años antes, cuando todavía era consejero de Alejandro II, había prestado su apoyo a Guillermo de Normandía, “el Conquistador”, quien tras la batalla de Hastings se había hecho dueño de Inglaterra. Ahora los legados papales aprovecharon esa deuda de gratitud para hacer valer los mandatos reformadores. Puesto que tanto Guillermo como su esposa Matilde apoyaban la reforma, los legados fueron bien recibidos, y se condenó la simonía. Pero Guillermo insistió en su derecho de nombrar los obispos en sus territorios. Y entre el bajo clero la oposición al celibato eclesiástico fue grande.

Todos estos acontecimientos convencieron a Gregorio de que era necesario continuar el proceso de centralización eclesiástica que sus predecesores habían comenzado. Hasta entonces, los obispos metropolitanos habían tenido gran independencia, y la autoridad papal había sido más nominal que real. En vista de la oposición general a los decretos de reforma, Hildebrando llegó a la conclusión de que era necesario promover la autoridad papal, a fin de que sus mandatos tuvieran que ser obedecidos. En consecuencia, bajo su pontificado las pretensiones de la sede romana llegaron a un nivel sin precedente. Aunque Gregorio nunca llegó a promulgar todas sus opiniones con respecto al papado, éstas se encuentran en un documento del año 1075. En él, Gregorio afirma no sólo que la iglesia romana ha sido fundada por el Señor, y que su obispo es el único que ha de recibir el título de “universal”, sino también que el papa tiene autoridad para juzgar y deponer a obispos; que el Imperio le pertenece, de tal modo que es él quien tiene derecho a otorgar las insignias imperiales, así como a deponer al emperador; que la iglesia de Roma nunca ha errado ni puede errar; que el papa puede declarar nulos los juramentos de fidelidad hechos por vasallos a sus señores; y que todo papa legítimo, por el sólo hecho de ocupar la cátedra de San Pedro, y en virtud de los méritos de ese apóstol, es santo. Sin embargo, todo esto no pasaba de ser teoría mientras los reyes, emperadores y demás señores laicos tuviesen autoridad para nombrar a los obispos y abades. Si los dirigentes eclesiásticos recibían sus cargos de los laicos, sería a ellos que les deberían fidelidad y obediencia, y no al papa.

Esto parecía haber quedado comprobado por el modo en que fueron recibidos los legados papales en su misión de reformar la iglesia de los diversos reinos. Por esa razón, en el año 1075, y después en el 1078 y el 1080, Gregorio prohibió a todos los clérigos y monjes recibir obispados, iglesias o abadías de manos laicas, so pena de excomunión. En el 1080, se añadía que también serían excomulgados los señores laicos que invistieran a alguien en tales cargos.

Con estos decretos quedaba montada la escena para los grandes conflictos entre el Pontificado y el Imperio.

El conflicto entre el Pontificado y el Imperio        

Les prohibimos a todos los clérigos recibir de manos del emperador, del rey, o de cualquier laico, sea varón o mujer, la investidura de un obispado, de una abadía, o de una iglesia.

Gregorio VII

Los decretos de Gregorio VII acerca de la investidura laica eran consecuencia natural de sus ansias reformadoras y de su visión del papado. Pero había fuertes razones por las que los reyes y emperadores veían en tales decretos una seria amenaza a su poder. Aun aparte de cualquier conflicto con el papado, los soberanos de la época veían en sus derechos de investidura religiosa uno de sus más valiosos instrumentos contra el excesivo poder de los nobles. La nobleza hereditaria tendía a afirmar su independencia frente a los reyes. Las tierras que estaban en manos de tales nobles no estaban a disposición del rey, para otorgarlas a quienes le fuesen fieles. Las tierras y demás riquezas eclesiásticas, en cambio, precisamente por no ser hereditarias, quedaban frecuentemente a disposición del soberano, quien entonces podía asegurarse de que, frente a los grandes señores laicos, frecuentemente rebeldes, se alzaba una iglesia rica, poderosa, y fiel al rey. Además, si el poder de investidura quedaba en manos del papado, los reyes temían que pudiera ser utilizado contra ellos por motivos puramente políticos.

Todo esto estaba en juego cuando Gregorio prohibió las investiduras laicas. Aun cuando el Papa parece haber dado este paso sencillamente para asegurarse de que todo el clero fuese de espíritu reformador, el hecho es que era un paso que podía tener enormes consecuencias políticas. Esto creó conflictos entre el poder laico y el eclesiástico a todos los niveles. En Inglaterra y Normandía, Gregorio no hizo aplicar sus decretos, porque estaba convencido de que Guillermo y Matilde nombrarían obispos reformadores. Pero el principal conflicto fue el que estalló entre el Papa y el Emperador.

Gregorio VII y Enrique IV

A pesar de sus decretos en contra de la investidura laica, el Papa no parecía estar dispuesto a aplicarlos universalmente. Mientras los diversos señores laicos designaran a personas dignas, y su investidura se hiciese sin sospecha alguna de simonía, Gregorio no insistiría en sus decretos. El caso de Enrique IV de Alemania, sin embargo, era más difícil, pues varios de sus nombramientos, hechos sin prestar atención alguna a los edictos papales, eran cuestionables. Pero a pesar de ello el Papa se limitó a hacerle llegar noticia de su descontento.

La chispa que provocó el incendio fue la cuestión del episcopado de Milán. La sede de esa ciudad había estado en disputa por algún tiempo, y por fin esa dificultad parecía haberse resuelto, cuando se produjeron motines en la ciudad. El obispo que por fin había logrado ser reconocido como legítimo trataba de imponer el celibato eclesiástico. Quizá con su anuencia, los patares se lanzaron de nuevo a las calles, insultaron a los clérigos casados y a sus esposas, y destruyeron sus propiedades. Algunos de éstos huyeron a Alemania, donde pidieron socorro a Enrique. Este último, sin consultar con el Papa, declaró depuesto al obispo de Milán, y nombró a otro en su lugar.

La respuesta de Gregorio no se hizo esperar. Apeló a la autoridad que decía tener de juzgar a reyes y emperadores, y le ordenó a Enrique que se presentase en Roma, donde sus graves delitos serían juzgados. Si no acudía antes del 22 de febrero (de 1076) sería depuesto, y su alma condenada al infierno.

Al recibir la misiva del Papa, el Emperador parecía hallarse en la cumbre del poder. Poco antes había ahogado una sublevación entre sus súbditos sajones. Su popularidad en Alemania era grande; los jefes de la iglesia en sus dominios parecían dispuestos a apoyarle.

La situación de Gregorio era parecida. Poco antes, el día de Nochebuena del 1075, un tal Cencio, al mando de un grupo de soldados, había irrumpido en la iglesia en que se celebraba la misa y el Papa, herido y golpeado, había sido hecho prisionero. Cuando el pueblo lo supo, se lanzó a las calles, sitió, tomó y arrasó la torre en que Hildebrando estaba cautivo, y sólo dejó escapar a Cencio porque el Pontífice le perdonó la vida, a condición de que fuera en peregrinaje a Jerusalén.

Por tanto, ambos contrincantes, al tiempo que habían recibido pruebas recientes del apoyo con que contaban, también habían tenido señales de la oposición que existía contra ellos, aun entre sus propios súbditos.

El Emperador no podía acudir a Roma, para ser juzgado como un criminal cualquiera. Luego, su única salida estaba en hacer ver que el Papa que lo declaraba depuesto y excomulgado no era legítimo, y que por tanto sus sentencias carecían de valor. Con ese propósito convocó a un sínodo que se reunió en Worms el día 24 de enero. Allí el cardenal Hugo “el Blanco”, quien anteriormente había exaltado a Hildebrando, declaró que se trataba de un tirano cruel y adúltero, dado además a la magia. Acto seguido, sin pedir más pruebas, los obispos se sometieron a la voluntad imperial, y declararon depuesto a Gregorio. Sólo dos prelados se atrevieron a protestar, y aun éstos firmaron cuando se les señaló que de negarse a hacerlo serían culpables de traición contra el Emperador. Entonces, en nombre del concilio, Enrique le comunicó estas decisiones “a Hildebrando, no ya papa, sino falso monje”.

Un mes después, el 21 de febrero, Hildebrando presidía el concilio a que había llamado a Enrique, cuando el sacerdote Rolando de Parma irrumpió en el recinto, gritando en nombre del Emperador que Hildebrando no era ya papa, y que el soberano les ordenaba a todos los allí reunidos que fueran ante su presencia el día de Pentecostés, cuando un nuevo pontífice sería nombrado.

La esperanza de Enrique era que algunos de los miembros de aquel concilio se atemorizaran, e Hildebrando perdiera así algo de su apoyo. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Algunos de los presentes trataron de castigar físicamente al mensajero, y sólo la intervención del Papa logró evitarlo. Tras restablecer el orden, Gregorio se dirigió a la asamblea, diciéndole que estaban presenciando los grandes males que según las Escrituras habrían de venir en tiempos del Anticristo. Luego el concilio recesó hasta el día siguiente, dejando al Papa a cargo de dirigir contra el Emperador “una sentencia aplastante, que sirva de lección a las edades por venir”. Al otro día por la mañana, el 22 de febrero, el Papa condenó y declaró depuestos y excomulgados a los obispos alemanes que se habían prestado a los designios de Enrique. En cuanto a éste último, el Papa declaró:

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por el poder y la autoridad de San Pedro, y en defensa y honor de la iglesia, pongo en entredicho al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, quien con orgullo sin igual se ha alzado contra la iglesia, prohibiéndole que gobierne en todos los reinos de Alemania y de Italia. Además libro de sus juramentos a quienes le hayan jurado o pudieran jurarle fidelidad. Y prohíbo que se le obedezca como rey.

Al recibir la sentencia papal, Enrique decidió responder de igual modo, y reunió a un grupo de obispos que declaró excomulgado a Gregorio. En diversos lugares los más fieles seguidores del Emperador siguieron su ejemplo, y por tanto el cisma parecía inevitable.

Pero el poder de Enrique no era tan firme como parecía. Muchos de sus seguidores sabían que las acusaciones que se hacían contra Gregorio eran falsas, y temían por la salvación de sus almas. Pronto hubo obispos que le escribieron al Papa, pidiendo perdón por haberse prestado a los manejos del Emperador. Luego Guillermo de Utrecht, uno de los principales acusadores de Hildebrando, murió de repente, y el pánico cundió por las filas imperiales. Los sajones amenazaban rebelarse de nuevo. Varios nobles poderosos, fuera por motivos de conciencia o de política, comenzaron a negarle obediencia al Emperador. En su propia corte corrió el rumor de que quienes se contaminaran con su trato harían peligrar sus almas. El Papa convocó a una dieta del Imperio, que debería reunirse en febrero del próximo año, para juzgar al Rey, deponerlo y elegir su sucesor.

En tales circunstancias, no le quedaba a Enrique otro recurso que apelar a la misericordia del Papa. Para ello, tenía que entrevistarse con Gregorio, y lograr su absolución, antes que la dieta se reuniera en Augsburgo. Por tanto, reunió en derredor suyo a los pocos fieles servidores que le quedaban, y emprendió el camino hacia Italia. Pero sus enemigos le cerraban el paso por la ruta más directa, y tuvo que desviarse a través de Borgoña. Cuando por fin llegó a los Alpes, la nieve era tanta que era casi imposible atravesar la cordillera. Por fin, con la ayuda de los naturales del lugar, y tras mil peripecias, logró cruzar los Alpes y entrar en Italia. Allí le esperaba una sorpresa. Los nobles y muchos de los clérigos del norte de la Península sentían gran odio hacia Hildebrando y sus rigores excesivos, y por tanto fueron muchos los que, al saber que Enrique IV estaba en el país, acudieron a él. Pronto el Emperador marchaba al frente de un ejército imponente, compuesto por gentes que creían que había venido a Italia a deponer al Papa.

Gregorio, por su parte, no sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de Enrique. Temiendo un ataque militar, decidió detener su marcha hacia Alemania, donde se había propuesto presidir la dieta del Imperio, y fijó su residencia en Canosa, cuyas fortificaciones lo protegerían si el Emperador venía en son de guerra.

Pero Enrique no estaba dispuesto a jugarse el trono de Alemania continuando su política de oposición al Papa. Su propósito era someterse al Pontífice. Pero hacerlo, no ante la dieta del Imperio, en presencia de sus súbditos, sino en la relativa intimidad de la corte papal. Repetidamente le pidió al Papa que lo recibiera; pero éste rechazó todas sus peticiones. Varias de las personas más allegadas a Gregorio intercedieron a favor del soberano excomulgado.

Por fin se le permitió entrar en Canosa. Pero las puertas del castillo permanecieron cerradas, y Enrique se vio obligado a pedir entrada durante tres días, vestido de penitente a la intemperie, en medio de la nieve profunda que todo lo cubría.

Al parecer, Gregorio temía que el arrepentimiento de su enemigo no era sincero, y por tanto hubiera preferido proseguir con sus planes de deponerlo y nombrar su sucesor. Pero, ¿cómo podía quien se llamaba el principal de los seguidores de Cristo negarle el perdón a quien de tal modo lo pedía? A la postre, las puertas se abrieron, y el Emperador, descalzo y vestido de penitente, fue conducido hasta el Papa, quien exigió de él una larga lista de condiciones, y completó su humillación negándose a aceptar su juramento sin la garantía de otros nobles y prelados que se comprometieron a obligar al Rey a cumplir lo prometido.

Al salir de Canosa, Enrique era un hombre derrotado. Los italianos que se habían unido a su causa, al ver que se había humillado ante Gregorio, le dieron amplias muestras de su desprecio. Acompañado de su pequeña corte, el Rey se refugió en la ciudad de Reggio. Allí se le unieron los muchos prelados que, tras humillarse ante Gregorio, habían obtenido su absolución.

Empero Enrique había logrado una gran ventaja. La sentencia de absolución había sido revocada. Mientras no le diese al Papa otra excusa, éste no podía excomunicarlo de nuevo, ni insistir en su deposición. En el entretanto, los príncipes y obispos que en Alemania se habían sublevado contra su autoridad se veían obligados a seguir el rumbo que se habían trazado, y eligieron un nuevo emperador. Pero tras la entrevista de Canosa habían perdido el principal argumento que justificaba su rebelión. Enrique no era ya un hombre excomulgado, a quien era pecado obedecer. A pesar de su humillación y quebrantamiento, era todavía el legítimo soberano del país.

Gregorio dejó que los acontecimientos corrieran su curso. Los sublevados se reunieron y eligieron su propio emperador, de nombre Rodolfo. Los legados papales, presentes en la elección, trataron de lavarse las manos. Mas su propia presencia daba a entender que de algún modo el Papa aprobaba lo que se estaba haciendo.

La ambigua postura papal llevó a la guerra civil. Enrique regresó a Alemania, donde pronto contó con un fuerte ejército. Numerosas ciudades se negaron a abrirle sus puertas a Rodolfo. Las tropas del legítimo emperador ganaban batalla tras batalla.

La prudencia debió haberle dictado otros consejos a Gregorio.

Pero estaba tan convencido de la justicia de su causa, o del poder de la excomunión, que una vez más decidió intervenir y excomulgó a Enrique, y hasta se atrevió a profetizar que en breve el Emperador sería muerto o depuesto. Pero esta vez los resultados no fueron los mismos. La sentencia de excomunión fue recibida con desprecio por los seguidores del Emperador. La guerra siguió su curso, mientras los prelados de Alemania, y después los de Lombardía, se reunían para declarar depuesto a Gregorio y elegir su presunto sucesor, quien tomó el nombre de Clemente III. En el campo de batalla, las tropas de Enaque sufrieron un serio revés junto al río Elster. Pero en esa misma batalla perdió la vida el pretendiente Rodolfo. El partido rebelde quedó sin jefe, y la profecía papal fue desmentida, pues quien murió no fue Enrique, sino su rival.

Aunque la guerra civil continuo por algún tiempo, ya no había duda de quién sería el vencedor.

Tan pronto como la nieve se derritió en los pasos de los Alpes en la primavera del 1081, Enrique marchó contra Roma. Hildebrando se encontraba prácticamente solo, pues los normandos, quienes habían sido los mejores aliados de sus antecesores frente a las pretensiones del Imperio, también habían sido excomulgados  por él. Los defensores del Papa que trataron de cortarle el paso al Emperador fueron derrotados. Con toda premura, Gregorio hizo las paces con los normandos. Pero éstos, en lugar de ir a defender a Roma, atacaron las posesiones italianas del Imperio Bizantino. Sólo la ciudad de Roma le quedaba al papa que poco antes había visto al Emperador humillarse ante él.

Los romanos defendieron su ciudad y su papa con increíble valor. Tres veces Enrique sitió la ciudad, y otras tantas se vio obligado a levantar el sitio sin haberla tomado. Los romanos le rogaban al Papa que hiciera las paces con el Emperador, y les evitara así tantos sufrimientos. Pero Gregorio permaneció inflexible, e insistía en la excomunión de Enrique. Por fin se agotaron la resistencia, la paciencia y la fidelidad de los romanos, quienes les abrieron las puertas de la ciudad a las tropas imperiales, mientras Gregorio se refugiaba en el castillo de San Angel.

Desde San Angel, vio cómo Enrique entraba en triunfo en la ciudad papal, y cómo se reunían los prelados que venían a confirmar la elección del antipapa Clemente III. A su vez, éste coronó al Emperador. Mientras tanto, sin cejar en sus convicciones, el viejo Hildebrando era prácticamente un prisionero dentro de los muros de San Angel. Todos esperaban que el Emperador tomaría aquel último reducto de la autoridad de Gregorio VII, cuando llegó la noticia de que un fuerte ejército normando marchaba hacia la ciudad. Puesto que los soldados normandos eran más que los suyos, Enrique abandonó Roma, después de destruir varias secciones de sus murallas.

Los normandos entraron triunfantes en la ciudad papal, e inmediatamente se dedicaron a cometer toda clase de atropellos. A los pocos días, los ciudadanos no toleraron más su crueldad, y se rebelaron. Atrincherados en sus casas, y conocedores del lugar, los romanos parecían haber tomado la ventaja cuando los normandos decidieron incendiar la ciudad. Las gentes que salían huyendo a las calles eran muertas sin misericordia por los invasores, dispuestos a vengar las bajas sufridas. Cuando por fin terminó la sublevación, los normandos hicieron cautivos a millares de romanos, y los vendieron como esclavos. Se ha dicho que el estropicio causado por estos supuestos aliados de la iglesia fue mucho mayor que el que produjeron los godos o los vándalos en el siglo V.

En medio de todo esto, Gregorio permaneció mudo. Los normandos eran sus aliados, y era él quien les había hecho venir a la ciudad. Pero bien sabía que no podía contar ya con el apoyo de los romanos, a quienes su obstinación había causado tan graves daños. Por ello se retiró a Montecasino, y después a la fortaleza normanda de Salerno. Desde allí continuó tronando contra Enrique y contra el antipapa Clemente III, que por fin había logrado establecer su residencia en Roma. Poco antes de morir, perdonó a todos sus enemigos, excepto a estos dos, a quienes condenó al tormento eterno. Se cuenta que a la hora de su muerte dijo: “He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por ello muero en el exilio”.

Así terminó sus días aquel paladín inexorable de altos ideales. Gracias a él, la reforma preconizada por los papas había avanzado notablemente en diversas regiones de Europa. La simonía había quedado reducida; y en aquellos lugares en que todavía se practicaba, era vista como un vicio inexcusable. El celibato eclesiástico era ahora el ideal, no sólo de los monjes y de los papas reformadores, sino también de buena parte del pueblo. El papado había visto una de sus horas más brillantes cuando Enrique IV se humilló ante Hildebrando en Canosa. Pero todo esto se logró a un precio enorme. Centenares de familias de clérigos fueron deshechas. Las honestas mujeres que habían vivido en lícito matrimonio con hombres ordenados fueron tratadas como concubinas o como rameras, y arrancadas de sus hogares. Alemania e Italia se vieron envueltas en cruentas guerras civiles. Roma fue destruida, y muchos de sus habitantes vendidos como esclavos. Gregorio amó sinceramente la justicia y odió la iniquidad. Pero la “justicia” que amó fue tan eclesiocéntrica, su política tan dedicada a la exaltación del papado, sus ideales reformadores tan rígidamente tomados de la vida monástica, que muchos de sus resultados fueron inicuos. Su exilio fue una desventura más entre las muchas que su reforma acarreó.

Urbano II y Enrique IV

Poco antes de morir, Hildebrando había declarado que su sucesor debería ser Desiderio, el abad de Montecasino. Este era un hombre de avanzada edad, que no tenía otra ambición que la de continuar el resto de sus días en la vida de devoción que llevaba en su monasterio. Fue hecho papa a la fuerza, bajo el nombre de Víctor III. A los cuatro días de su elección huyó de Roma y retornó a Montecasino. De allí lo sacaron los ruegos de los partidarios de la reforma. Pero durante un año Clemente III, a quien el Emperador reconocía como el papa legítimo, ocupó la ciudad de Roma sin oposición alguna. Cuando Víctor regresó a su sede, lo hizo apoyado por la fuerza militar de sus aliados, quienes tomaron parte de la ciudad. Pero poco después se sintió enfermo de muerte, y regresó a Montecasino, donde murió después de brevísimo pontificado.

Su sucesor fue Odón de Chatillon, obispo de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II. Al igual que Hildebrando, Urbano era un hombre de profundas convicciones monásticas, formado a la sombra de Bruno, el fundador de los cartujos. Poco después de su elección, las vicisitudes políticas fueron tales que quedó como dueño de Roma, de donde el antipapa fue expulsado. A Urbano se le conoce sobre todo porque fue él quien impulsó la primera cruzada (véase el capítulo IV). Pero además continuó la política reformadora de Hildebrando, y su lucha contra el Emperador. En sus intentos de reforma, rompió con el rey Felipe I de Francia, a quien excomulgó por haber abandonado a su esposa y tomado otra. En Inglaterra, gracias a la intervención de Anselmo de Canterbury (de quien trataremos más adelante), logró que el rey se declarase a su favor, y contra el papa del Emperador. En España apoyó la reconquista, que se encontraba en uno de sus momentos más gloriosos.

Pero el acontecimiento más notable del pontificado de Urbano en lo que se refiere a las relaciones con el Emperador, fue la rebelión de Conrado, el hijo de Enrique IV, quien se declaró rey de Italia, y fue proclamado como tal por el partido papal, a cambio de que renunciara a todo derecho de investidura eclesiástica. Poco después, en un concilio reunido en Piacenza, la emperatriz Adelaida, esposa del Emperador, lo acusó de graves crímenes contra su persona. Una vez más, Enrique fue excomulgado, aunque la previa sentencia de excomunión no había sido abrogada.

Pascual II y los dos Enriques

Cuando murió Urbano II, Enrique IV había comenzado a reponerse del golpe de la traición de Conrado. Al principio, se había dejado abatir por la terrible noticia de que su hijo predilecto se había rebelado contra él. Pero a la postre invadió a Italia, y logró recobrar algo de su poder en esa región.

El sucesor de Urbano fue Pascual II, quien tuvo esperanzas de ver terminado el cisma cuando murió el antipapa Clemente. Pero el Emperador hizo elegir en rápida sucesión a otros tres, y el cisma continuó.

De regreso a Alemania, Enrique gozó de un nuevo despertar de su antigua popularidad. La rebelión de Conrado despertó las simpatías de sus súbditos, y el viejo rey disfrutó de varios años de renovado vigor. Durante ese período logró que la dieta del imperio desheredara a Conrado, y declarara heredero de la corona alemana a Enrique, el segundo hijo del Emperador. Además proclamó la “paz del Imperio”, que consistió en una prohibición de guerrear durante cuatro años. Con sus nuevas fuerzas, Enrique logró imponerles esa paz a sus nobles, y el comercio prosperó. Esto le ganó la afición del pueblo, que gozó de los beneficios de la paz; y el odio de los nobles, que perdieron los de la guerra. Pero nadie se ocupaba ya de su excomunión, a pesar de haber sido repetida por Pascual.

El golpe fatal e inesperado vino a fines del año 1104, cuando Enrique, su segundo hijo, siguió el ejemplo de su hermano Conrado y se rebeló, diciendo que le era imposible obedecer a un soberano excomulgado. Padre e hijo se declararon la guerra, y alrededor de cada uno de ellos se reunió un ejército. El hijo decía que tan pronto como su padre se sometiera a la autoridad papal, y la excomunión fuese abrogada, su rebelión terminaría. Varias veces los dos contendientes se entrevistaron, y por fin el rebelde, mediante una artimaña, se posesionó de la persona de su padre, y lo hizo prisionero. La dieta del Imperio se reunió, eligió rey a Enrique V, y envió una embajada a Roma para tratar con el Papa acerca del fin de las hostilidades. Pero Enrique IV escapó, y pronto tuvo numerosos seguidores. Los dos ejércitos se preparaban para la batalla, cuando el viejo emperador murió, tras casi medio siglo de turbulento reinado.

Empero la muerte de Enrique IV no puso fin a la contienda entre el papado y el Imperio. La cuestión de las investiduras no se resolvía tan fácilmente, pues en ella entraban en conflicto los intereses de los emperadores y los ideales de los reformadores. Pronto el joven Enrique comenzó a nombrar obispos con la misma libertad con que lo había hecho su padre. Pascual reunió un sínodo en el que, por una parte, lamentaba los conflictos del reino pasado, y aceptaba como válidas las consagraciones que se habían hecho hasta entonces con investidura laica, siempre y cuando no hubiese mancha de simonía; pero por otra parte el mismo sínodo declaró que a partir de entonces no se aceptarían las investiduras laicas, y que quienes desobedecieran ese decreto serían excomulgados.

Por diversas circunstancias, Enrique demoró tres años en poderse enfrentar al reto que el Papa le lanzaba. Pero al fin de ese plazo invadió a Italia, y el Papa se vio forzado a llegar a un acuerdo con el Emperador, pues ninguno de sus aliados militares acudió en su ayuda. En este caso, lo que Enrique proponía era sencillamente que, si el Papa y la iglesia estaban dispuestos a renunciar a todos los privilegios feudales que los prelados tenían, el Emperador abandonaría toda pretensión al derecho de investidura, que quedaría exclusivamente en manos eclesiásticas. Presionado por su difícil situación, Pascual accedió, con la sola salvedad de que el “patrimonio de San Pedro” quedaría en manos de la iglesia romana. Además, el Papa coronaría a Enrique como emperador.

Como era de esperarse, este acuerdo produjo una reacción violenta entre los prelados que se veían despojados de todo su poder temporal. No faltó quien le echó en cara al Papa la liberalidad con que había dispuesto de los privilegios de los demás, al tiempo que había conservado los suyos. Entre los nobles de Alemania, este acuerdo también produjo recelos, pues los grandes magnates temían que el Emperador, tras aumentar su poder enormemente con las posesiones eclesiásticas, aplastara el de ellos. Para colmo de males, el pueblo de Roma, al ver que se le hacía violencia al Papa, se sublevó, y Enrique abandonó la ciudad y se llevó prisioneros a Pascual y a varios cardenales y obispos. El Pontífice trató entonces de resistir al Emperador, pero a los pocos meses se rindió ante él, y declaró que, por salvar a la iglesia de más indignidades, estaba dispuesto a hacer lo que no haría por salvar su propia vida. Enrique entonces llevó al Papa de regreso a Roma, y fue coronado en la iglesia de San Pedro, a puertas cerradas por temor al pueblo romano.

Pero tan pronto como Enrique regresó a Alemania, comenzó a tener nuevas dificultades. Muchos de los nobles y del alto clero, desprovistos de otra alternativa, se rebelaron. Mientras el Papa permanecía mudo, fueron muchos los prelados que excomulgaron al Emperador. A ellos se sumaron después algunos sínodos regionales. Con cierta vacilación, Pascual parecía apoyar la excomunión de Enrique. Cuando este último protestó que el acuerdo hecho estaba siendo violado, el primero le contestó sugiriendo que se convocara un concilio universal para dirimir la cuestión. Esto era algo que el Emperador no podía permitir, pues sabía que casi todos los obispos estaban en contra suya.

Entonces Enrique apeló de nuevo a la fuerza. Tan pronto como la situación de Alemania se lo permitió, marchó contra Roma, y Pascual se vio obligado a abandonar la ciudad y a refugiarse en el castillo de San Angel, donde murió.

El Concordato de Worms

Tan pronto como murió Pascual, los cardenales se dieron prisa en elegir su sucesor, a fin de evitar la intervención del Emperador. El nuevo papa, Gelasio II, tuvo un pontificado breve y accidentado. Un magnate romano, perteneciente al partido imperial, lo hizo prisionero y lo torturó. El pueblo se rebeló y le devolvió la libertad. Poco después el Emperador volvió a Roma, y Gelasio tuvo que huir a Gaeta, en medio de vicisitudes novelescas. A su regreso, el mismo magnate trató de posesionarse de nuevo de su persona, y el Papa tuvo que huir de la iglesia y esconderse en un campo, donde fue encontrado, medio desnudo y casi exánime, por un grupo de mujeres. Decidió entonces refugiarse en Francia, donde murió poco después en la abadía de Cluny.

La decisión de Gelasio de refugiarse en Francia era señal de una nueva política hacia la que el papado se veía impelido. Puesto que el Imperio parecía ser su enemigo mortal, y puesto que la alianza con los normandos no había dado los resultados apetecidos, los papas comenzarían a ver en Francia el aliado capaz de sostener su posición frente a las pretensiones de los emperadores alemanes.

El próximo papa, Calixto II, era de origen francés, descendiente de los antiguos reyes de Borgoña, y pariente del Emperador. Este último estaba cansado por la contienda interminable, sobre todo por cuanto aun el apoyo de sus nobles le resultaba dudoso. Cuando varios de sus más importantes prelados se declararon a favor de Calixto, y contra el antipapa Gregorio VIII, a quien Enrique había hecho nombrar, el soberano decidió que había llegado la hora de hacer las paces definitivas con el papado reformador.

Las negociaciones fueron largas, y no faltaron nuevas campañas militares, recelos y amenazas. Pero a la postre ambas partes llegaron al Concordato de Worms. En él se determinaba que los prelados serían nombrados mediante una elección libre, según la antigua usanza, aunque en presencia del Emperador o de sus representantes. La investidura mediante la entrega del anillo y del báculo pastoral quedaría en manos de las autoridades eclesiásticas, pero sería el poder civil el que les concedería a los obispos y abades, mediante el cetro, todos sus derechos, privilegios y posesiones feudales. El Emperador se comprometía además a devolverle a la iglesia todas las propiedades eclesiásticas que estaban en sus manos, y a hacer todo lo posible por que los diversos señores feudales hicieran lo propio.

Así terminaba aquel largo período de luchas entre el Pontificado y el Imperio. En varias ocasiones posteriores, y por diversas razones, el poder civil volvería a chocar con el eclesiástico. Pero en el caso de que ahora nos ocupamos lo que tuvo lugar fue un conflicto entre el papado reformador y un poder civil que se había acostumbrado a tratar con una iglesia anterior a la reforma.

A la postre, la reforma que aquellos papas impulsaron llegó a imponerse. La ley (y muchas veces la práctica) del celibato eclesiástico se hizo universal en toda la iglesia occidental.

Por algún tiempo, la simonía fue casi completamente erradicada. El poder del papado se acrecentó cada vez más, hasta llegar a su cumbre en el siglo XIII.

Sin embargo, la querella de las investiduras muestra que aquellos papas reformadores, al mismo tiempo que tomaban tan en serio el ideal monástico del celibato, y hacían todo lo posible por hacerlo regla universal para el clero, no hacían lo mismo con el otro ideal monástico, la pobreza. La cuestión de las investiduras cobraba importancia para el poder civil porque la iglesia se había hecho extremadamente rica y poderosa, y ese poder no podía permitir que tales recursos estuvieran en manos de personas que no le fuesen adictas. Enrique V puso el dedo sobre la llaga al sugerir que la investidura quedase en manos eclesiásticas, siempre y cuando los prelados así investidos carecieran de los poderes y privilegios de los grandes señores feudales. Para los papas reformadores, las posesiones de la iglesia pertenecían a Cristo y a los pobres, y por tanto entregárselas al poder civil era casi una apostasía. Pero el hecho es que esas posesiones se utilizaban para fines de lucro personal, y para promover la ambición de los prelados que en teoría no eran sino sus custodios. La iglesia, al tiempo que insistía sobre su independencia en los asuntos espirituales, no estaba dispuesta a renunciar a toda ingerencia en los temporales. Y esa ingerencia tenía lugar, no ya favor de los pobres y oprimidos, como en tiempos anteriores, sino por motivos de ambiciones personales y de dinastía.

Las cruzadas     

Lo digo a los presentes. Ordeno que se les diga a los ausentes. Cristo lo manda. A todos los que allá vayan y pierdan la vida, ya sea en el camino o en el mar, ya en la lucha contra los paganos, se les concederá el perdón inmediato de sus pecados. Esto lo concedo a todos los que han de marchar, en virtud del gran don que Dios me ha dado.

Urbano II

De todos los altos ideales que cautivaron el espíritu de la época, ninguno tan arrollador, tan dramático, ni tan contradictorio, como el de las cruzadas. Por espacio de varios siglos la Europa occidental derramó su fervor y su sangre en una serie de expediciones cuyos resultados fueron, en los mejores casos, efímeros; y en los peores, trágicos. Lo que se esperaba era derrotar a los musulmanes que amenazaban a Constantinopla, salvar el Imperio de Oriente, unir de nuevo la cristiandad, reconquistar la Tierra Santa, y en todo ello ganar el cielo. Si este último propósito se logró o no, toca al Juez Supremo decidirlo. Todos los demás se alcanzaron en una u otra medida. Pero ninguno de estos logros fue permanente. Los musulmanes, derrotados al principio por estar divididos entre sí, a la postre se unieron y echaron a los cruzados.

Constantinopla, y la sombra de su Imperio, pudieron continuar existiendo hasta el siglo XV, pero a la larga cayeron ante el ímpetu de los turcos otomanos. Las iglesias latina y griega se unieron brevemente por la fuerza a raíz de la Cuarta Cruzada; pero el verdadero resultado de esa unidad forzada fue que el odio de los griegos hacia los latinos se acrecentó. La Tierra Santa estuvo en posesión de los cristianos alrededor de un siglo, y volvió a caer en manos de los musulmanes.

Trasfondo de las cruzadas: las peregrinaciones

Desde el siglo IV, las peregrinaciones a Tierra Santa se habían hecho cada vez más populares. En fecha anterior se estableció la costumbre visitar las tumbas de los mártires en el aniversario de su muerte. Ahora que el Imperio era cristiano, se hacía posible emprender peregrinaciones más largas, a Tierra Santa o a Roma, donde descansaban los restos mortales de San Pedro y San Pablo. La madre de Constantino, Elena, creyó haber descubierto en Jerusalén los restos de la “vera cruz”. Ese descubrimiento, y las basílicas que ella y varios emperadores hicieron construir, aumentaron la fascinación de la Tierra Santa para los cristianos. Al mismo tiempo, varios de los “gigantes” a quienes dedicamos nuestra Sección Segunda atacaron las peregrinaciones, diciendo que se trataba de una superstición, y que en todo caso había más mérito en quedarse en casa y hacer el bien que en marchar a algún lugar lejano por motivos religiosos.

A pesar de esa oposición, durante la “era de las tinieblas” las peregrinaciones se hicieron cada vez más populares. Pronto se les consideró una forma de penitencia adecuada para ciertos pecados. En algunos documentos del siglo VII, las vemos incluidas entre las penitencias que es lícito imponer a un pecado. Aunque había otros lugares de peregrinación, el de mayor prestigio, tanto por la distancia como por su importancia histórica, era naturalmente la Tierra Santa.

Cuando los árabes tomaron los lugares sagrados del cristianismo, algunos temieron que las peregrinaciones a Tierra Santa se dificultasen sobremanera. Pero los gobernantes árabes en su mayoría se mostraron en extremo benévolos para con los peregrinos cristianos, que continuaron afluyendo hacia Jerusalén y los santos lugares. Puesto que muchas veces los mares no eran seguros, a causa de la piratería, la ruta común de los peregrinos de Occidente les llevaba primero a Constantinopla, y de allí por tierra a través de Anatolia y Siria, hasta Jerusalén.

La reforma del siglo XI les daba gran valor a las peregrinaciones, que en esa época se volvieron más fáciles y comunes porque la piratería había sido casi totalmente erradicada del Mediterráneo.

Pero hacia fines de ese siglo las circunstancias políticas cambiaron en el Cercano Oriente. Hasta entonces, la gran potencia de la región había sido el califato abasí, cuya capital estaba en Bagdad. Aunque sus relaciones con el Imperio Bizantino no eran cordiales, éste último tenía en él un fuerte baluarte contra las hordas de Asia central. Pero en el siglo XI el poderío abasí se deshizo, y los turcos seleúcidas invadieron el califato, y después el Imperio. Constantinopla se vio amenazada, y por ello le pidió ayuda repetidamente al Occidente. Los santos lugares fueron tomados primero por los turcos. Después la dinastía árabe de los fatimitas, cuyo poder tenía su sede en Egipto, comenzó a tomar las tierras conquistadas por los turcos. Estos se dividieron en varios bandos. Para los peregrinos, el resultado de todo esto fue hacer su viaje confuso y peligroso. Los que regresaban a Europa contaban que cada ciudad parecía tener un gobierno distinto, y que por todas partes había fuertes bandas de ladrones contra las cuales era necesario armarse.

Dadas las nuevas circunstancias, y el hecho de que eran muchos los peregrinos que no volvían a sus hogares, comenzó a pensarse de la Tierra Santa como el lugar de la última peregrinación. Muchos documentos de la época nos hablan de peregrinos que esperaban morir en Jerusalén o en el camino. Y algunos llegan a mostrarse decepcionados por haber podido regresar. Para los espíritus más exaltados, la muerte en peregrinación a Tierra Santa vino a ser la suprema elección divina, como la muerte a manos del Imperio lo había sido para los mártires de antaño.

Por otra parte, la situación así creada dio lugar a los peregrinajes armados. Aquellos peregrinos no iban a conquistar la Tierra Santa. Pero si tropezaban con algún bandido, o si alguna banda de soldados pretendía matarlos o hacerlos cautivos, debían estar prontos a defenderse. Así llegó a haber peregrinajes que parecían pequeños ejércitos. Y en ellos se encuentran algunas de las raíces de las cruzadas.

Trasfondo de las cruzadas: la guerra santa

La tradición de la guerra santa se fundiría a la de las peregrinaciones para crear el ideal de las cruzadas. Como es de todos sabido, la iglesia antigua tuvo serias dudas acerca de si se pedía ser soldado y cristiano al mismo tiempo. Pero en época de Constantino esas dudas habían sido resueltas, y por tanto los cristianos parecen haber sido relativamente numerosos en las legiones romanas. Eusebio narra las guerras de Constantino contra Majencio y Licinio como si se tratara de una empresa ordenada por Dios. Para ello tenía amplios precedentes en el Antiguo Testamento, y no dejó de hacer uso de ellos. Poco después Agustín desarrolló la teoría de la guerra justa, y señaló las condiciones necesarias para poder darle ese título a un acto bélico cualquiera. En la “era de las tinieblas”, fueron muchos los obispos cristianos que de un modo u otro apoyaron a algún ejército que salía al campo de batalla. Las conquistas de Carlomagno recibieron sanción papal. En la época que estamos estudiando, el papa León IX dio el ejemplo, al marchar al frente de las tropas con las que esperaba derrotar a los normandos. Al mismo tiempo, según veremos e el próximo capítulo, los cristianos trataban de echar a los moros de España. En esa empresa contaban con el apoyo de la iglesia y la bendición del papa, que a veces llegó a reclamar los territorios conquistados como propiedad de San Pedro.

Además, Gregorio VII, la figura predominante de la reforma del siglo XI, había tratado de enviar soldados occidentales a socorrer al Imperio Bizantino, pero sus convocatorias habían caído en oídos sordos

La Primera Cruzada

Fue en tiempos de Urbano II cuando se dieron todas las circunstancias necesarias para la gran empresa. El emperador de Bizancio, Alejo Comneno, había enviado emisarios a Roma para pedir socorro contra los turcos. Las autoridades eclesiásticas habían estado tratando de ponerle coto al espíritu guerrero de los nobles al declarar la Tregua de Dios y la Paz de Dios. La primera establecía ciertos períodos durante los cuales se prohibía guerrear, y que normalmente cubrían las principales fiestas de la iglesia, los domingos, el Adviento hasta la Epifanía, y desde el Miércoles de Ceniza hasta la octava después de la Resurrección. La segunda establecía que ciertos lugares, propiedades y personas quedarían exentos de todas las suertes de la guerra. Pero todo esto no bastaba, y muchas veces no se cumplía. Por tanto, los papas reformadores, y Urbano en particular, buscaban otros medios de poner fin a las interminables escaramuzas entre nobles.

Por otra parte, los últimos años del siglo XI fueron tristes en la mayor parte de Europa occidental. Hubo varios años seguidos en que las cosechas escasearon. En algunas regiones el hambre fue atroz. A ella se sumaron las epidemias. La peste causó grandes estragos. Pero la enfermedad que más se temía, por cuanto no se había conocido antes, fue la de “los ardientes”. Los enfermos sufrían de altísima fiebre, y sus pies y manos se gangrenaban, pudrían y caían en pedazos. Los pocos enfermos que lograban sobrevivir quedaban mutilados, y condenados a una existencia miserable.

En medio de tales circunstancias, no ha de sorprendernos la acogida que tuvo el llamamiento del papa Urbano cuando en el Concilio de Clermont, en Francia, lanzó su famoso llamamiento a la Primera Cruzada. Puesto que Urbano era francés, es de suponerse que su discurso, dirigido a todos los presentes, fue hecho en el idioma del pueblo. Tras referirse a los peligros que atravesaban los cristianos de Oriente por la amenaza turca, el Papa pasó a describir en detalle los horrores que sufrían los peregrinos, la profanación de los lugares sagrados, y la imperiosa necesidad de acudir en socorro de los hermanos griegos. Antes de que terminase su discurso, la multitud comenzó a expresar su aprobacion. Luego el Papa les ofreció una indulgencia plenaria a todos los que murieran en la empresa. Esto quería decir que cualquier pecado, por muy grave que fuese, les sería perdonado, e irían directamente al Paraíso. La muchedumbre continuó expresando su entusiasmo y, al concluir el discurso, rompió a gritar: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!”.

El resultado de su llamamiento fue mucho más allá de todas las esperanzas del Papa. Lo que él parece haber deseado era que se comenzasen los preparativos para una gran expedición militar, según los patrones tradicionales, dirigida por los nobles. Pero el resultado inmediato fue una fiebre de entusiasmo que parecía ser tan contagiosa como la plaga. Pronto surgieron numerosos predicadores de la gran empresa. Todos los sueños apocalípticos que por largos siglos habían estado reprimidos en las clases bajas salieron a relucir. Hubo quien tuvo visiones de la Jerusalén celestial, que descendía del cielo, y quedaba suspendida en el Oriente. Otros vieron grandes bandadas de aves, de peces, o de mariposas que se dirigían hacia el este, como indicándoles a los cruzados el camino a seguir. Algunos decían haber recibido sobre el hombro la marca de la cruz, que los declaraba elegidos para la peregrinación militar. Y no faltaban quienes mostraban orgullosos tal señal de la gracia divina.

El más famoso de estos predicadores populares fue Pedro el Ermitaño, cuyo manto de lana raída las multitudes trataban de besar. Su predicación encendida, su fervor contagioso, y su austera pobreza lo hicieron el principal jefe de las multitudes que soñaban con la Tierra Prometida. Se cuenta que muchas gentes tomaban los pelos de su mula, para hacer de ellos reliquias.

Pedro el Ermitaño se paseó por toda Francia, anunciando la Cruzada y llevando en pos de sí una multitud siempre creciente de seguidores entusiastas. Mientras los nobles y los caballeros preparaban cuidadosamente su expedición, esta gente, agobiada por sus circunstancias presentes, sencillamente decidían seguir a Pedro o a algún otro predicador semejante. E iban, más bien que como soldados, como peregrinos y colonizadores. Muchos herraron sus bueyes para la larga marcha, los uncieron a un carretón, y sobre él cargaron a su familia y sus escasas posesiones.

Pedro y sus seguidores pasaron entonces a Alemania, para reclutar todavía seguidores, y se internaron en territorios de los húngaros, donde esperaban ser bien recibidos. Pero los cruzados no llevaban provisiones, y por tanto tenían que sustentarse con lo que tomaban del país. Pronto tuvieron que luchar contra cristianos que trataban de defender sus bienes; primero los húngaros, y después los búlgaros. En estas peripecias, Pedro perdió mucha de su autoridad, y el “ejército” comenzó a desbandarse. Por fin llegaron a las fronteras del Imperio Bizantino, y Alejo Comneno hizo todo lo posible por acelerar su paso a través de él, a fin de evitar incidentes como los ocurridos en Hungría. Con ayuda imperial, los cruzados atravesaron el Bósforo y se internaron en Anatolia. Allí tuvieron sus primeros encuentros con los turcos, que resultaron desastrosos. A la postre, siguiendo los consejos del Emperador, decidieron aguardar al ejército de los nobles antes de intentar tomar la ciudad de Nicea.

En el entretanto, otras bandas de cruzados habían partido de Francia y de otras regiones de Europa. Muchas de estas partidas estaban peor organizadas que la de Pedro el Ermitaño, y ni siquiera esperaron a salir de Alemania antes de entregarse al pillaje. Esto se entiende, pues se trataba de gente desposeída que se consideraban enviadas en una misión divina, y para quienes por tanto la riqueza de los territorios que atravesaban parecía un sacrilegio. Pero el resultado neto fue que muchas de estas bandas fueron aniquiladas por los habitantes del país, y que algunos sobrevivientes quedaron sometidos a condiciones de penuria aún mayor que la que habían sufrido en sus tierras natales.

Además, buena parte de estos “soldados de Cristo” se dedicó a matar judíos. Puesto que iban a tierras lejanas a luchar contra los infieles, ¿por qué no comenzar esa lucha inmediatamente, y matar a los judíos que encontraban a su paso? En Praga, en Metz, en Ratisbona y en Maguncia fueron millares los judíos muertos por los cruzados. Cuando por fin Enrique IV regresó al país después de un viaje a Italia, se prohibieron los abusos contra los judíos. Pero ya el mal estaba hecho.

Mientras aquellas bandadas desorganizadas se dirigían hacia el Oriente, los nobles se preparaban para una expedición militar en regla. El Papa había nombrado a Ademar de Monteil, obispo de Puy, legado suyo, y por tanto jefe de la empresa. Pero de hecho los cruzados partieron de Europa hacia Constantinopla por diversos rumbos. El jefe de los soldados procedentes de la región del Rin, tanto alemanes como franceses, era Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena. Los franceses del sur iban al mando directo de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, y los acompañaba Ademar, el jefe espiritual de la Cruzada. Otros franceses seguían a Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I. Y los normandos del sur de Italia seguían a Bohemundo y Tancredo, dos nobles de la región. Contingentes más pequeños procedentes de otros países (Galicia, Inglaterra, Escandinavia, etc.) se unieron a estos ejércitos principales.

Cada cual por su propio camino, las columnas de cruzados fueron llegando a Constantinopla. Allí el emperador Alejo los recibió con cortesía y toda clase de festejos y donativos. Pero al mismo tiempo se mostró firme, obligándolos a jurarle lealtad, y que cualquier ciudad bizantina que fuese tomada de los turcos volvería a formar parte del Imperio. Cuando los ejércitos partieron de la ciudad, Alejo les proveyó una escolta militar, no sólo para que les sirviera de guía, sino también para evitar que se dedicaran a saquear el territorio que tenían que atravesar. Por todas partes se veían los esqueletos de las primeras oleadas de cruzados, a quienes los turcos habían batido fácilmente. Pedro el Ermitaño y los demás sobrevivientes se sumaron a la empresa de los nobles.

La primera acción militar contra los turcos fue el sitio de Nicea, donde el sultán seleúcida, Kirlik Arslán, tenía su capital. Los turcos no parecen haberles prestado gran atención a las huestes invasoras, posiblemente porque esperaban que fuesen tan fáciles de vencer como lo habían sido las hordas de Pedro el Ermitaño. Cuando descubrieron su error, la ciudad de Nicea estaba sitiada. Un ejército turco que acudió en su auxilio fue derrotado por las tropas de Raimundo de Tolosa, quien ordenó que las cabezas de los enemigos muertos fuesen lanzadas por encima de las murallas de Nicea, para sembrar el pánico entre los defensores.

Pero Nicea estaba junto a un gran lago, y los cruzados, carentes de fuerzas navales, no podían evitar que los sitiados recibieran recursos por esa vía. A petición de los cruzados, el Emperador utilizó una flotilla para cerrar el cerco. La caída de Nicea, la ciudad que había sido sede del Primer Concilio Ecuménico, era inevitable.

Pero Alejo temía la codicia de los cruzados. La mayor parte de la población de Nicea era cristiana, y si la ciudad era tomada sin mayor daño podría ser incorporada fácilmente al Imperio Bizantino. Por tanto, el Emperador abrió negociaciones secretas con los sitiados, quienes le abrieron las puertas que daban al lago, mientras los cruzados atacaban las murallas por tierra. Antes que las murallas cedieran, los atacantes vieron ondear dentro de la ciudad el pendón imperial. Alejo tomó posesión de la ciudad, y no les permitió a los cruzados tomar botín alguno, aunque sí repartió entre ellos comida abundante, además de oro y piedras preciosas tomados del tesoro del Sultán.

De Nicea, los cruzados partieron rumbo a Antioquía. Para la marcha, se dividieron en dos columnas, que marchaban a una jornada de distancia entre sí. Aquella división resultó ser la salvación del ejército, pues el sultán Kirlik había logrado reunir todas sus tropas y preparar una celada en la llanura de Dorilea. Allí el primer ejército fue sorprendido y rodeado. No había modo alguno de escapar de la matanza, y lo único que sostuvo a los cristianos en el combate fue la certeza de que si se rendían les esperaba una suerte peor que la muerte. Desde la madrugada hasta el mediodía se defendieron bajo una lluvia constante de flechas, sin esperanza de victoria. Pero entonces llegó Raimundo de Tolosa al frente del segundo ejército. Antes de atacar, esta otra fuerza se dividió. Mientras Raimundo se lanzó al combate, otro contingente, al mando del obispo Ademar, rodeó el campo a escondidas, tras una elevación del terreno. La carga de Raimundo sorprendió a los turcos, quienes rompieron el cerco alrededor del primer ejército. Este último cobró nuevos bríos, de tal modo que las tropas cristianas se unieron para presentarle un frente común al enemigo. Este comenzaba a reorganizarse cuando de pronto Ademar y los suyos atacaron su retaguardia. La resistencia de los turcos se quebró ante tantas sorpresas, y huyeron despavoridos. La matanza fue enorme, y los cruzados quedaron en posesión del campo de batalla y del campamento del Sultán, con todas sus tiendas y tesoros. El camino hacia Tierra Santa quedaba abierto.

Pero los soldados europeos no contaban con las dificultades del terreno en Anatolia. Durante seis semanas, hasta que llegaron a Iconio, sufrieron sed y toda clase de privaciones. Muchas de las bestias de carga murieron, y el glorioso ejército de la cruz se vio obligado a colocar sus fardos sobre cabras y cerdos. Pero aquella experiencia consolidó la unidad entre tropas procedentes de diversas regiones, que apenas lograban comprenderse entre sí.

Tras dos días de descanso en Iconio, el ejército marchó hasta Heraclea, donde derrotó de nuevo a los turcos. Después se dividió de nuevo, pues unos decidieron tomar hacia Antioquía el camino más corto y peligroso, mientras otros prefirieron hacer un largo rodeo a través de la región de Armenia, donde esperaban recibir apoyo y provisiones de la población cristiana. Cuando por fin los dos cuerpos se reunieron cerca de Antioquía, ambos tenían malas noticias que compartir. Los que habían tomado la ruta de Armenia habían sido bien recibidos por los habitantes del lugar. Pero en los pasos de las montañas habían perdido gran cantidad de vidas, y de animales, armas y provisiones. Los que habían seguido el otro camino tuvieron mejor suerte, pero las desavenencias entre ellos se hicieron insoportables. Frente a los muros de Tarso, Tancredo y Balduino, el hermano de Godofredo de Bouillon, combatieron entre sí. Por fin Balduino decidió abandonar la empresa común y aceptar la oportunidad que le ofrecían los armenios de establecer un condado independiente en Edesa.

El jefe turco de Antioquía se había preparado para el ataque de los cruzados haciendo venir provisiones de toda la región, y pidiendo refuerzos de otros jefes turcos. Los atacantes tuvieron la fortuna de capturar un gran envío de provisiones destinadas a Antioquía, y con ellas restaurar sus fuerzas y su moral. El cerco prometía ser largo, pues Antioquía era todavía una gran ciudad, protegida por una muralla con cuatrocientos torreones. Pero los cruzados tenían víveres, y estaban dispuestos a esperar la rendición de la ciudad. Poco después llegaron varios navíos genoveses, cargados de refuerzos y de vituallas. Desde Chipre, el patriarca exiliado de Jerusalén, Simeón, les enviaba cuanto podía. Mas todo esto no bastaba. A fines del año 1097 no había qué comer en el campamento de los cristianos, mientras los sitiados permanecían firmes y sus provisiones no se agotaban. El ejército cristiano corría peligro de deshacerse. Las deserciones eran cada vez más numerosas. Una noche Pedro el Ermitaño, fogoso y mudable como el apóstol del mismo nombre, abandonó el campamento. Afortunadamente, Tancredo logró capturarlo antes de que los demás siguieran su ejemplo, y lo trajo de regreso al ejército. Otro desertor se topó con Alejo Comneno, quien venía con refuerzos, y lo convenció de que la empresa había fracasado, y las tropas bizantinas se perderían sin remedio.

Cuando Alejo siguió los consejos de los desertores y marchaba de regreso a Constantinopla, la situación en Antioquía había cambiado radicalmente. Un armenio que residía en la ciudad les abrió el paso a los francos, quienes entraron en Antioquía al grito de “¡Dios lo quiere!” Los turcos, tomados por sorpresa, se refugiaron en la ciudadela fortificada que se encontraba en medio de la villa. Los cristianos, tanto cruzados como residentes de Antioquía, se lanzaron a las calles y mataron a todos los turcos que no se refugiaron en la ciudadela con suficiente rapidez.

El entusiasmo de la victoria duró sólo cuatro días. El siete de junio un nuevo ejército turco, al mando de Kerbogat, le puso cerco a Antioquía. Los cristianos se encontraban entonces entre dos fuerzas enemigas, el nuevo ejército que ahora los sitiaba y los antiguos sitiados, que todavía dominaban la ciudadela. La situación era desesperante; el hambre, insoportable. El largo sitio, y la enorme matanza, habían dado lugar a epidemias terribles.

Fue entonces cuando un humilde campesino provenzal, llamado Pedro Bartolomé, fue a ver a los jefes de la Cruzada para confiarles las visiones que había tenido. En ellas San Andrés y el propio Jesucristo se le habían aparecido, y le habían dicho que la lanza que había herido el costado del Señor se hallaba enterrada bajo la iglesia de San Pedro, allí mismo, en Antioquía. Al principio los jefes no le prestaron atención. En aquel ejército abundaban las visiones. Pero después el sacerdote Esteban tuvo otras revelaciones en las que parecía confirmarse lo que Pedro Bartolomé había dicho. Por fin los jefes decidieron ir a buscar la Santa Lanza. Todo el día cavaron donde Pedro Bartolomé les indicó. Estaban dispuestos a abandonar la búsqueda cuando el visionario saltó al hoyo y besó algo que apenas se veía en el fondo. Con redoblado ánimo, los que cavaban exhumaron lo que el vidente les indicaba, ¡y descubrieron que era una lanza!

Un frenesí se posesionó del ejército. En otra visión, Pedro Bartolomé recibió el mandamiento de que los cruzados ayunaran por cinco días, y después atacaran a los que los cercaban. Cuando, después del período de ayuno, aquel ejército casi delirante se lanzó sobre los turcos, con la Santa Lanza como estandarte, las tropas de Kerbogat huyeron despavoridas. En medio del desorden, fueron miles los turcos que murieron, mientras sus enemigos los perseguían sin tregua. El ejército turco quedó deshecho. Por fin, los cruzados regresaron al campamento del enemigo, para tomar el botín de guerra. Allí encontraron numerosas mujeres que los turcos habían traído consigo, y un cronista nos cuenta que era tal el fervor de aquellos soldados cristianos que “no les hicimos nada malo, sino sólo matarlas a lanzadas”.

La conquista de Antioquía no facilitó la empresa de los cruzados. Bohemundo quería la ciudad para sí, de igual modo que Balduino antes había tomado a Edesa. Raimundo de Tolosa insistía en el juramento hecho al emperador bizantino. Tales disensiones demoraban la marcha sobre Jerusalén. Por fin el ejército, que veía su entusiasmo refrenado, amenazó a los nobles, diciéndoles que puesto que Antioquía parecía causar tales contiendas lo mejor sería destruir sus murallas, para que nadie se dejase llevar por la ambición. Ante tales amenazas, los nobles hicieron unas paces forzadas. Bohemundo quedó en Antioquía, en tanto que Raimundo y el grueso del ejército proseguían hacia Jerusalén. Pero antes de salir Raimundo ordenó la destrucción de las defensas, y le prendió fuego a la ciudad. Ademar de Puy, el único capaz de mantener unidos a aquellos nobles de ambiciones discordantes, había muerto de la fiebre en Antioquía. No había ahora más jefes religiosos reconocidos que los visionarios al estilo de Pedro Bartolomé.

Según se acercaban al final de su larga peregrinación, la gente del pueblo insistía cada vez más en que se apresurara la marcha. Pero los nobles, acostumbrados como estaban a guerrear en pos de botín y tierras, querían detenerse a cada paso para asediar una ciudad o tomar una fortaleza. Al llegar a Trípoli, el emir de esa ciudad los recibió cortésmente y les prometió pagar fuerte tributo. Pero Raimundo pensó que quizá se lograría un pago más elevado si antes de hacer un trato tomaban la fortaleza de Arca. El ejército se resistía a esta nueva demora. Godofredo de Bouillon, quien había salido en una breve expedición, se unió de nuevo al grueso de las tropas, y tomó el partido del pueblo. Era necesario continuar de inmediato la marcha hacia Jerusalén.

Pedro Bartolomé, el visionario que había llevado al descubrimiento de la Santa Lanza, tuvo una nueva revelación, en la que se le dijo que la expedición no debía tardar más en el camino. Si iban a tomar Arca, debían hacerlo de inmediato, mediante un ataque frontal, y continuar inmediatamente hacia la Ciudad Santa. Raimundo y los suyos no le prestaron atención. El vidente se declaró pronto a probar su visión mediante el fuego. El Viernes Santo, a prima tarde, cuarenta mil testigos se reunieron para presenciar las ordalías. Dos piras fueron encendidas. Entre ellas había un pasadizo estrecho de unos cuatro metros de largo, por donde debía transitar el presunto profeta. Este, tras pedir la ayuda del cielo, tomó la Santa Lanza, y con paso firme y decidido se adentró entre las llamas. Allí lo vieron cuarenta mil testigos pasearse lentamente, hasta que salió al otro lado. Sobre lo que sucedió entonces los cronistas difieren. Hay quien dice que el falso profeta cayó exánime al otro lado, y que esa noche murió a consecuencia de sus quemaduras. Pero la versión que se difundió entre los cruzados era que, al verlo salir ileso de las llamas, el pueblo se lanzó sobre él, para tratar de tocarlo, o de obtener un pedazo de sus ropas a modo de reliquia, y que el tumulto fue tal que sus propios seguidores le quebraron varios huesos, a consecuencia de lo cual murió esa noche.

En todo caso, la mayoría de los cruzados no estaba dispuesta a continuar el sitio de Arca, que pronto fue levantado. A regañadientes, Raimundo siguió el impulso incontenible que parecía arrastrar a aquel ejército hacia Jerusalén. Pero el resultado de su ambición fue que perdió el apoyo con que antes había contado entre los soldados. Su lugar fue tomado por Godofredo de Bouillon, que en el momento propicio había insistido en la necesidad de continuar la marcha hacia Jerusalén.

Por fin, el 7 de junio de 1099, desde la colina que recibió el nombre de Montjoie (es decir, monte del gozo), los cruzados atisbaron las murallas de la Ciudad Santa. Pero aquellas murallas, hasta entonces tema de sus sueños, pronto se convirtieron en una pesadilla.

Quienes ocupaban a Jerusalén no eran turcos, sino árabes procedentes en su mayoría del Egipto. Al principio, los gobernantes fatimitas del Egipto habían visto con buenos ojos las victorias de los cruzados sobre los turcos. Pero ahora, aprovechando esas victorias, decidieron emprender la conquista de los territorios que los turcos habían ocupado, y que anteriormente habían estado en manos árabes. Atacado a la vez por los cruzados y por los fatimitas, el poderío de los turcos seleúcidas desapareció. Pero esto a su vez dejó a los cruzados en confrontación directa con los fatimitas.

Los defensores de Jerusalén habían tomado buenas medidas para su resguardo. Sus almacenes y cisternas estaban llenos. Todos los cristianos fueron echados de la ciudad, tanto para evitar que traicionaran a los defensores como para asegurarse de que las provisiones duraran más tiempo. Al mismo tiempo, los jefes árabes envenenaron todos los pozos de los alrededores, destruyeron las cosechas y arrasaron todo lo que pudiera ofrecerles el más mínimo abrigo a los cruzados.

Cuando éstos llegaron al término de su viaje, tuvieron que enfrentarse a las nuevas dificultades que los árabes les habían preparado. El único lugar cerca de la ciudad donde había agua era el estanque de Siloé. Pero aun allí el agua era tan escasa que los animales y la gente se pisoteaban por alcanzarla, y pronto se volvió fétida por los cadáveres. Aparte de aquel lugar, el agua más próxima se encontraba a varias leguas de distancia, y fue necesario que buena parte de los cruzados se dedicara a traerla para los que se ocupaban de cercar la ciudad. Además, no había madera para construir las torres y demás artefactos necesarios para el asedio. Luego, otro contingente fue enviado hasta las cercanías de Samaria, de donde se trajeron los troncos necesarios. Poco después una flota genovesa llegó a un puerto cercano con refuerzos y provisiones. Aunque la pequeña escuadra fue sorprendida en puerto por los árabes, y destruida, sólo los barcos se perdieron. Los refuerzos, junto a los marineros y las provisiones, aliviaron la condición de los cruzados. Muchos de los marineros eran también buenos carpinteros, y la construcción de los instrumentos de asedio se aceleró.

A principios de julio llegaron noticias de que un ejército árabe se dirigía a Jerusalén. Si el sitio duraba mucho más, los cruzados se verían atrapados entre las murallas y ese nuevo ejército. Entonces alguien tuvo una visión. El difunto obispo Ademar de Puy se le apareció y le dijo que para tomar la ciudad el ejército debía hacer penitencia, marchar descalzo alrededor de ella y ayunar, y luego atacarla con todas sus fuerzas.

La mañana del 8 de julio los árabes que guardaban las murallas se dieron el gusto de burlarse de aquellos soldados, supuestamente valerosos, que marchaban descalzos alrededor de la ciudad en pos de los obispos y el resto del clero, lamentándose y entonando himnos plañideros. Pero el 12 las torres estaban listas para el asalto. Frente a ellas, los defensores reforzaron las murallas. Esa noche, a cubierto de la oscuridad, los cruzados desmantelaron las torres, y las transportaron de tal modo que quedaron frente a los puntos más débiles de las murallas. En la madrugada del 13, el ataque empezó. Todo ese día, y el siguiente, la batalla continuó, sin que los atacantes lograran abrir brecha entre los defensores. Las bajas eran enormes en ambos ejércitos. Las fuerzas flaqueaban.

Por fin, en la mañana del 15, el caballero Leotoldo, del ejército de Godofredo de Bouillon, logró saltar el parapeto y posesionarse de una pequeñísima porción de la muralla. Pronto lo siguieron Godofredo, Tancredo y otros. Por aquella brecha el ejército cruzado se abrió paso. La resistencia se deshizo. El pánico cundió entre los defensores. En otros lugares se abrieron nuevas brechas. ¡Jerusalén estaba de nuevo en manos cristianas! Entonces aquellos soldados de Cristo se dedicaron a la venganza. Todos los soldados sarracenos fueron muertos, y la población civil no sufrió mejor suerte. Muchas mujeres fueron violadas.

A otras se les arrancaron los niños de pecho, para estrellarlos contra las paredes. Los judíos habían acudido a la sinagoga. Los cruzados le prendieron fuego al edificio, y los mataron a todos. Según cuenta un testigo ocular, la carnicería fue tal que en el Pórtico de Salomón la sangre llegaba a las rodillas de los caballos. Cuando por fin terminó la matanza, y se decidió que era hora de enterrar los cadáveres, los sobrevivientes entre los sarracenos eran tan pocos que fue necesario pagarles a los cristianos más pobres para que se ocuparan de la tétrica labor.

Historia posterior de las cruzadas

Tras el baño de sangre, los cruzados se dedicaron a organizar sus conquistas. Si bien unos meses antes el jefe natural parecía haber sido Raimundo de Tolosa, ahora lo era Godofredo de Bouillon, quien fue elegido rey de Jerusalén. Algunos cronistas antiguos cuentan que Godofredo se negó a tomar el título real en la ciudad donde el Rey de Reyes había muerto, y que por tanto se llamó sólo “protector del Santo Sepulcro”. En todo caso, cuando su hermano Balduino lo sucedió poco después (año 1100), sí tomó el título de rey.

Así quedó establecido el Reino de Jerusalén, organizado según los patrones feudales franceses, y cuyos principales vasallos eran el Príncipe de Antioquía (Bohemundo) y los condes de Edesa (Balduino) y de Trípoli (Raimundo de Tolosa).

Empero muchos de los que habían marchado en aquella Primera Cruzada no tenían intención de permanecer en el Oriente.

Tan pronto como Jerusalén fue conquistada consideraron que su labor había terminado, y se dedicaron a cumplir los ritos prescritos para los peregrinos, para después partir. A duras penas Godofredo pudo retener suficientes caballeros para enfrentarse al ejército sarraceno que marchaba hacia Jerusalén. Este fue derrotado en Ascalón. Pero la partida de muchos de los caballeros dejaba al Reino de Jerusalén en situación precaria.

El resultado de esto fue un llamado constante a Europa para que se enviaran refuerzos. Así las cruzadas se volvieron una institución militar y religiosa. Continuamente partían hacia Tierra Santa contingentes en los que se mezclaban las motivaciones de aventura con el espíritu de penitencia. Luego, cuando los historiadores se refieren a la Segunda Cruzada, la Tercera Cruzada, etc., los acontecimientos que narran son sólo los puntos culminantes de un movimiento ininterrumpido que cautivó la imaginación de la cristiandad occidental durante varios siglos. Además, esas cruzadas, por así decir, “oficiales” han sido objeto de atención especial porque fueron dirigidas por los reyes y los poderosos. Pero siempre existió la corriente popular, representada en la Primera Cruzada por Pedro el Ermitaño y por las varias bandas de cruzados pobres que les siguieron a él y a otros predicadores semejantes. Entre las masas, el espíritu apocalíptico y mesiánico de las cruzadas perduró por varias generaciones. De algún modo, esas masas escucharon ecos de la predilección de las Escrituras por los pobres (tema que no se predicaba en su época) y frecuentemente se convencieron de que eran ellas quienes debían traer el reino de Dios. Un tema semejante puede verse en las repetidas cruzadas de niños. Puesto que la inocencia era el mejor medio de merecer el favor divino, se pensaba que estaba reservado a niños inocentes el vencer a los infieles, mediante la intervención milagrosa del cielo. Luego, cada vez que se encendía el fervor popular, grandes columnas de niños marchaban hacia Tierra Santa, sin lograr otro resultado que morir en el camino o ser hechos esclavos por los señores cuyos territorios tenían que atravesar. Toda esta historia de religiosidad popular, de esperanzas de redención y de visiones apocalípticas queda eclipsada cuando los historiadores se ocupan tan sólo de las cruzadas “oficiales”.

Hecha esa salvedad, y a modo de breve bosquejo de los acontecimientos posteriores, pasemos a considerar las cruzadas que los historiadores enumeran. La Segunda Cruzada tuvo lugar en respuesta a la caída de Edesa, tomada por el sultán de Alepo en el 1144. Generalmente se dice que el gran predicador de aquella cruzada fue Bernardo de Claraval (el mismo de quien tratamos en el primer capítulo de esta sección). Pero lo cierto es que cuando Bernardo comenzó su predicación ya había otros dedicados a la misma tarea, aunque con una perspectiva muy distinta. De éstos el más famoso era el fraile Rodolfo, un personaje muy parecido a Pedro el Ermitaño.

La predicación de Rodolfo era eminentemente popular y escatológica. El Anticristo estaba a punto de venir. Los pobres, sin esperar el mandato de los nobles, debían partir inmediatamente hacia Tierra Santa, donde el gran conflicto final tendría lugar. De camino, era necesario destruir a los judíos, pueblo contumaz rechazado por Dios. Con este mensaje, Rodolfo iba de región en región. Se decía que poseía el don pentecostal, pues en todas partes la gente lo entendía. Doquiera Rodolfo predicaba, los espíritus se enardecían, la gente abandonaba los campos para marchar a Tierra Santa, y las vidas de los judíos peligraban.

La predicación de Bernardo fue todo lo contrario. De hecho, el monje de Claraval parece haberle dedicado tanta atención a refutar a Rodolfo como le dedicó a la cruzada misma. Según él, la predicación no ha de ser tal que altere la vida ordenada de las masas, y ha de tener lugar sólo con el consentimiento de las autoridades eclesiásticas. Rodolfo se equivocaba en sus expectaciones apocalípticas y en su odio a los judíos. Pero ésos no eran sus errores fundamentales. Su error fundamental consistía en romper la disciplina de la iglesia y de la sociedad. Por su parte, Bernardo se dedicó a predicarles a los poderosos. Poco antes el rey de Francia, Luis VII, había prometido marchar en peregrinación armada a Tierra Santa, para cumplir el voto que su difunto hermano Felipe no había podido guardar. Ahora Bernardo se dedicó a reclutar caballeros que siguieran al Rey a la guerra santa. Además viajó a Alemania, donde por fin persuadió al emperador, Conrado III, a unirse a la empresa.

Cuando por fin los ejércitos partieron, bajo las órdenes del Emperador y del Rey, contaban con casi 200.000 hombres, de los cuales más de la cuarta parte eran ineptos para portar armas. Después de pasar por Constantinopla, los alemanes siguieron por tierra hasta Dorilea, donde los turcos les infligieron una aplastante derrota. Con parte de sus tropas, el Emperador regresó a Constantinopla, y de allí se embarcó hacia San Juan de Acre. El resto de su ejército, al mando de su hermano Otón, fue destrozado en las cercanías de Laodicea. En el entretanto los franceses habían sido derrotados también por los turcos, y Luis VII se embarcó para Antioquía con parte de sus tropas. Las demás, entre las que se encontraban los pobres que se habían unido a la empresa, sencillamente quedaron a merced de los turcos, quienes redujeron a esclavitud a los que no mataron. El príncipe de Antioquía, Raimundo de Aquitania, era tío de Leonor, la esposa de Luis. Allí los franceses fueron bien recibidos, hasta que el Rey comenzó a sospechar de las relaciones entre su esposa y el Príncipe. Cuando Leonor pidió la anulación de su matrimonio, Luis decidió partir hacia Jerusalén, forzando a su esposa a seguirlo.

El Rey Balduino III de Jerusalén persuadió a Luis y a Conrado, que también había llegado a la Ciudad Santa, para que emprendieran la toma de Damasco, que nunca había sido conquistada por los cristianos. Hacia allá partieron los cruzados. Pero cuando vieron que el sitio sería prolongado y penoso desistieron de su empresa. El Emperador decidió que era tiempo de regresar a Europa. Poco después el rey Luis hizo lo mismo. La Segunda Cruzada había terminado.

Por breve tiempo pareció que el Reino de Jerusalén tenía su futuro asegurado. Los musulmanes no lograban ponerse de acuerdo entre sí, y el rey de Jerusalén, Amalarico I, extendió su poderío hasta el Cairo. Pero tales logros fueron efímeros. El nuevo sultán de Egipto, Saladino, consolidó bajo su poder las fuerzas musulmanas, y en el 1187 tomó a Jerusalén.

La noticia conmovió a la cristiandad, y el papa Gregorio VIII convocó a una nueva cruzada. Esta Tercera Cruzada fue dirigida por tres soberanos: el emperador Federico Barbarroja, el rey de Inglaterra Ricardo Corazón de León, y el rey de Francia, Felipe II Augusto. Se trataba cada vez más de una empresa aristocrática. En esta ocasión, sobre la base de las lecciones aprendidas en episodios anteriores, se prohibió que cualquier persona que no pudiese cubrir todos sus gastos durante dos años de campaña marchase con los cruzados. Pero a pesar de ello millares de pobres se lanzaron al camino. Al mismo tiempo, se estableció el diezmo para la Tierra Santa, que era un impuesto adicional que todos, tanto pobres como ricos, debían pagar. Pronto hubo quejas en el sentido de que los pobres pagaban los gastos de guerra de los poderosos, y sin embargo no se les permitía marchar con el ejército, ni recibir los bienes espirituales que esa marcha conllevaba.

La Tercera Cruzada fue otro fracaso. Federico Barbarroja se ahogó, y su ejército se deshizo. Muchos regresaron a Alemania, otros se unieron a los demás cruzados frente a San Juan de Acre, y muchos murieron a manos de los musulmanes. Los pobres que marchaban por cuenta propia se unieron a los cristianos de Palestina y a los restos del ejército alemán, y sitiaron a San Juan de Acre. Algún tiempo después Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto se sumaron a sus fuerzas. Se dice que llegó a haber más de medio millón de sitiadores. Por fin, tras dos años de asedio, la ciudad se rindió. Pronto Felipe Augusto inventó excusas para regresar a Francia, donde esperaba aprovecharse de la ausencia de Ricardo para apoderarse de las posesiones inglesas en el continente. Por su parte, Ricardo Corazón de León permaneció algún tiempo en Tierra Santa, donde se volvió una figura legendaria.

Pero su único logro militar fue obligar a Saladino a levantar el sitio de Jafa. Por fin, en vista de las noticias alarmantes que le llegaban de Francia e Inglaterra, decidió regresar a su reino. Antes, firmó un pacto con Saladino en el que éste se comprometía a respetar a los peregrinos cristianos que vinieran con intenciones pacíficas. Además le dejó la isla de Chipre, que había conquistado, al depuesto rey de Jerusalén, Guido de Lusignan.

El regreso de Ricardo Corazón de León a sus posesiones fue accidentado. Para no evitar pasar por los territorios de Felipe Augusto, tomó el camino que llevaba a través de Austria. Pero allí fue hecho prisionero, y el Emperador no le permitió proseguir hasta que se declaró vasallo suyo y le prometió un enorme rescate.

Si bien las dos cruzadas anteriores no tuvieron grandes resultados positivos, la próxima los tuvo negativos. La Cuarta Cruzada fue convocada por Inocencio III, en quien, según veremos más adelante, el poder del papado llegó a su apogeo. Lo que pretendía en este caso no era dirigirse a Tierra Santa, sino atacar a los musulmanes en el centro mismo de su poder, en Egipto. Se esperaba que de ese modo la reconquista de Jerusalén sería más fácil y duradera. Esta vez, en lugar de dejar la empresa en manos de los príncipes, el Papa se declaró su único jefe legítimo, señalando cómo en la Tercera Cruzada los intereses temporales de los reyes habían llevado al desastre. Al igual que en la Primera Cruzada, los soldados de Cristo marcharían bajo las órdenes directas de los legados papales.

El más famoso predicador de esta nueva aventura fue Foulques de Neuilly, hombre de origen humilde que nos recuerda a Pedro el Ermitaño. Aunque en su vestimenta era más moderado que Pedro, y evitaba llevar las ropas sucias y raídas por las que el Ermitaño se había hecho famoso, en su predicación Foulques era mucho más radical. Su gran tema era la usura. En aquella época el desarrollo de la economía monetaria había dado lugar al sistema, tan común para nosotros, en que el dinero, además de ser medio de cambio, es objeto de comercio. Los ricos utilizaban su dinero para hacerse más ricos, al tiempo que quienes se veían obligados a tomar prestado quedaban empeñados para el resto de sus vidas. Contra esta creciente práctica inhumana Foulques arremetió valientemente. La riqueza mal habida, lograda mediante la explotación de los débiles, ha de ser devuelta y repartida entre los pobres, quienes son los elegidos de Dios.

Aquella predicación inflamada pudo haber causado la condenación del predicador en cualquier otro tiempo. Pero una de las características más notables de Inocencio III era la de saber retener en el seno de la iglesia, y utilizar para sus propósitos jerárquicos, a los elementos al parecer más anárquicos. Según veremos más adelante, esto fue lo que hizo con San Francisco de Asís. En el caso de Foulques, el Papa le encomendó la predicación de la nueva cruzada. Esto era del agrado de Foulques, quien inmediatamente se dedicó a anunciar una gran empresa en la que los pobres, por razón de la elección divina, eran los únicos capaces de derrotar a los infieles. A fin de sostenerlos, Foulques recaudó “el tesoro de la Cruzada”. Luego todo guerrero hábil, por muy pobre que fuese, podía participar directamente de aquel proyecto. Y los que no podían acudir personalmente podían ofrecer su apoyo económico, aunque fuese tan pequeño como la ofrenda de la viuda.

Así reunió un gran ejército, tanto de pobres como de nobles, dispuesto a marchar bajo la dirección del Papa. Para proveerles transporte, se negoció con la República de Venecia, cuya flota debía llevarlos a Egipto. En pago por ese servicio, los venecianos pedían que, camino a Egipto, los cruzados se detuvieran en una ciudad que los húngaros les habían arrebatado, y se la devolvieran a Venecia. Al principio Inocencio se opuso al uso de los soldados de Cristo contra los húngaros, que eran también cristianos. Pero a la postre, temeroso de que el ejército se deshiciera antes de embarcarse, accedió. Los cruzados reconquistaron la ciudad, se la devolvieron a los venecianos, y se prepararon a proseguir su camino.

Pero en el entretanto otras negociaciones secretas estaban teniendo lugar. El trono de Constantinopla estaba en disputa, y uno de los pretendientes le había pedido a Inocencio que lo apoyara, y le prometió que cuando se ciñera la corona colocaría a la iglesia griega bajo la autoridad papal. Inocencio le prometió ayuda, pero rechazó su plan de que los cruzados, antes de ir a Egipto, pasaran por Constantinopla y pusieran sobre el trono al protegido del Papa. A pesar de la negativa del Pontífice, las negociaciones continuaron con los cruzados. El pretendiente, que se llamaba Alejo, les prometió participar con ellos en la cruzada, y mantener en Tierra Santa un destacamento de al menos quinientos caballeros. Además, parece que buena cantidad de oro bizantino pasó a manos de varios de los jefes de la cruzada. El hecho es que ésta, en lugar de dirigirse directamente a Egipto, fue a Constantinopla, donde hizo coronar a Alejo IV. Pero éste no fue capaz de sostenerse en el poder, ni de cumplir las promesas hechas a quienes se lo habían dado. A los pocos meses fue depuesto por Alejo V. Los cruzados aprovecharon esta coyuntura para tomar la ciudad por segunda vez, deponer al nuevo emperador, dedicarse al saqueo, y por fin elegir otro emperador. Este soberano, electo por un colegio de seis venecianos y seis franceses, era Balduino de Flandes.

Así se fundó el Imperio Latino de Constantinopla, que pretendía ser la continuación del Imperio Bizantino. Inmediatamente se nombró también un patriarca latino, y de ese modo, en teoría al menos, las iglesias de Oriente y de Occidente quedaron unidas, bajo la obediencia del Papa. Al principio, éste no recibió con agrado las noticias de lo que los cruzados habían hecho. Pero a la postre aceptó los hechos consumados, y llegó a pensar que la divina Providencia, en su inescrutable sabiduría, había utilizado este medio para reunir la iglesia bajo una sola cabeza.

Empero los bizantinos no aceptaron aquel atropello como un hecho consumado. Balduino y sus sucesores pudieron ejercer su autoridad mayormente en la porción europea del Imperio. Aun allí, el Epiro se hizo independiente bajo el “déspota” —entiéndase “soberano”— Miguel I. Su sucesor, Teodoro, tomó a Tesalónica en el 1224 y allí se hizo coronar emperador. Este Imperio Bizantino de Tesalónica duró hasta el 1246. En el entretanto, los bizantinos del Asia Menor, bajo la dirección de Teodoro Láscaris, fundaron el Imperio Bizantino de Nicea. A pesar de tener que luchar contra los turcos del Sultanato de Iconio al este, y los latinos al oeste, este imperio perduró y a la larga se impuso. En el 1246 se adueñó de Tesalónica y en el 1261, de Constantinopla.

La aventura latina en Constantinopla había terminado. Pero su precio fue altísimo, pues a partir de entonces los bizantinos vieron con gran recelo a los occidentales. Además, su poderío quedó quebrantado, lo cual facilitó la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos en el 1453.

La Quinta Cruzada fue dirigida por el “rey de Jerusalén”, Juan de Brienne. Aunque desde varios años antes los cristianos habían perdido a Jerusalén, todavía se conservaba ese título. Con el fin de recobrar su supuesta ciudad capital, Juan capitaneó esta cruzada, que atacó primero a Egipto. Su único logro fue tomar la plaza de Damieta, en el 1220.

La Sexta Cruzada fue dirigida por un emperador excomulgado, y a pesar de ello dio mejores resultados que casi todas las anteriores. El emperador Federico II había hecho voto de participar en una cruzada. Sus muchas demoras, y otros motivos de tensión, llevaron a Gregorio IX a excomulgarlo y a declarar que cualquier expedición dirigida por él tendría lugar en desobediencia al papado. La respuesta del Emperador fue emprender entonces lo que por tanto tiempo había postergado. En Tierra Santa, hizo con el sultán un tratado mediante el cual el Emperador recibía Jerusalén, Belén, Nazaret y los caminos que unían a esas ciudades con San Juan de Acre. A cambio de ello, Federico se comprometía a respetar la vida y hacienda de los musulmanes, y a evitar que los cristianos enviaran nuevas expediciones contra el Egipto. Después el Emperador entró en la Ciudad Santa y, al no encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, él mismo se coronó rey de Jerusalén. Al recibir noticias de lo acontecido, Gregorio se enfureció, y protestó contra lo que para él era una confabulación satánica entre un soberano cristiano y el infiel. Pero las masas de Europa vieron en Federico al “libertador de Jerusalén”, y como tal lo recibieron.

La Séptima Cruzada fue emprendida por Luis IX de Francia (San Luis), e iba dirigida contra Egipto. Su único resultado fue la reconquista de Damieta, que se había perdido. Pero en Mansura el rey y buena parte de su ejército fueron hechos prisioneros, y se les obligó a pagar un fuerte rescate. La Octava Cruzada, dirigida también por San Luis, terminó cuando éste murió de la peste en Túnez, en el año 1270.

En resumen, las cruzadas fueron un gran movimiento en que el fervor popular se mezcló con las ambiciones de los grandes. Juzgadas a base de sus propios objetivos, puede decirse que excepto la primera y la sexta, todas fracasaron. Pocos años después la única huella visible del paso de los cruzados por la Tierra Santa era algún castillo o templo en ruinas. Pero a pesar de ello las cruzadas tuvieron grandes consecuencias.

Las órdenes militares

Una de las consecuencias más notables de las cruzadas fue la formación de las órdenes militares. Estas eran órdenes monásticas, con los votos tradicionales de pobreza, obediencia y castidad. Pero su característica peculiar era que, siguiendo el espíritu de las cruzadas, se dedicaban a la guerra. Luego, en este fenómeno vemos un ejemplo más de la increíble flexibilidad del monaquismo. El viejo movimiento de los ascetas de Egipto ha tomado muy variadas funciones en diversos tiempos. Unas veces ha sido el brazo misionero de la iglesia; otras, su cerebro; pero en este caso se volvió el brazo que tomó la espada para defender a los peregrinos.

La orden de San Juan de Jerusalén se inició cuando un grupo de monjes que estaba a cargo de un hospital en Jerusalén decidió dedicarse también a proteger a los peregrinos que viajaban de Jafa a la Ciudad Santa. Se les conoce también como “hospitalarios” y como “caballeros de Malta”, porque después que cayó la última fortaleza cristiana en Tierra Santa, en el 1291, se trasladaron a Rodas y de allí a Malta. Sobre el hábito monástico, cortado de tal modo que les fuera fácil cabalgar, llevaban la cruz que se conoce como “cruz de Malta”.

La orden de los templarios y la de los caballeros teutónicos siguieron un patrón semejante. A fines del siglo XII los caballeros teutónicos se trasladaron a Alemania, y desde esa base se dedicaron a forzar la conversión de los eslavos y otros pueblos vecinos.

Cada una de estas órdenes tenía un “gran maestro”, que era a la vez ministro general de la orden monástica y general en jefe de sus ejércitos. Después de terminadas las cruzadas, muchas de estas órdenes militares se dedicaron a intrigas políticas en Europa. Por esa razón, y porque sus riquezas eran muchas, varios reyes las suprimieron en sus países, y confiscaron sus bienes.

Otras consecuencias de las cruzadas

Las cruzadas tuvieron importantes consecuencias para la vida de la iglesia y de toda Europa. La primera de estas consecuencias fue la enemistad creciente entre el cristianismo latino y el oriental. En sus inicios, las cruzadas surgieron, en parte al menos, del deseo de acudir en auxilio del Imperio Bizantino, amenazado por los turcos. A la postre probaron que los latinos eran también una seria amenaza para ese Imperio. Esta enemistad no se limitó al plano político. Los cristianos griegos, al ver los desmanes cometidos contra ellos por sus supuestos hermanos de Occidente, quedaron convencidos de que no querían unión ni trato alguno con tal gente. Hasta entonces, muchos griegos habían sospechado que el cristianismo occidental tenía algo de herético. A partir de las cruzadas, no les cupo la menor duda.

Las cruzadas también actuaron en perjuicio de los cristianos que vivían en tierras de musulmanes. Casi todos los gobernantes islámicos se habían mostrado relativamente tolerantes para con los cristianos y los judíos. Pero durante las cruzadas fueron muchos los cristianos que traicionaron a sus gobernantes musulmanes, y aún más los que se unieron a los cruzados en las matanzas de turcos y árabes en las ciudades conquistadas. En consecuencia cuando el poder islámico quedó restaurado, y las Cruzadas perdieron su ímpetu, los seguidores del Profeta se mostraron mucho menos tolerantes que antes. En varios lugares hubo matanzas de cristianos, y en todo el Cercano Oriente se aplicaron con mayor rigidez las leyes que los colocaban en desventaja frente a los musulmanes. A la larga, el resultado de todo esto fue que las viejas iglesias de la región perdieron muchos de sus contactos con el resto de la cristiandad, y se volvieron pequeños núcleos cuya principal preocupación era sobrevivir y conservar sus tradiciones.

En Europa occidental, las cruzadas contribuyeron al creciente poder del papa. Puesto que, en teoría al menos, estas grandes empresas militares estaban bajo el mando del papa, quien las convocaba y cuyos representantes debían ser sus jefes, el papa se convirtió cada vez más en una autoridad internacional, capaz de juzgar entre los soberanos de diversas naciones. Cuan Urbano II convocó la Primera Cruzada, su autoridad estaba en duda, sobre todo en Alemania, donde continuaban los conflictos entre el papado y el Imperio. Cuando la Cuarta Cruzada tomó a Constantinopla, Inocencio III, que a la sazón ocupaba trono de San Pedro, gozaba de un poder nunca antes alcanzado por papa alguno.

En lo que se refiere a la devoción, las cruzadas tuvieron también grandes consecuencias para la cristiandad occidental. Los viajes constantes a Tierra Santa, y las historias prodigiosas que de allá venían, despertaron en la gente el deseo de comprender más de cerca la realidad física de Jesús, de los profetas, y de los grandes héroes del Antiguo Testamento. No es por pura coincidencia que Bernardo de Claraval, el predicador de la Segunda Cruzada, fue también un gran místico dedicado a la contemplación de la humanidad de Cristo. A partir de entonces, buena parte de la devoción se vertió hacia esa contemplación. Se escribieron meditaciones, poemas y sermones en los que se narra con todo detalle cada uno de los episodios de la pasión. Por la misma razón, el culto de las reliquias, que tenía viejas raíces, se acrecentó. De Tierra Santa venían supuestos pedazos de la Santa Cruz, huesos de los patriarcas, dientes de Juan el Bautista, leche de la Virgen, etc., etc.

También la vida intelectual sufrió el impacto de las cruzadas. Del Oriente llegaron nuevas ideas. Algunas de ellas consistían en viejas herejías que de algún modo habían subsistido en el Oriente, y contra las cuales la iglesia occidental tuvo que luchar. De éstas la más notable fue la de los albigenses. Durante siglos, había habido en Bulgaria un fuerte grupo de herejes cuyas doctrinas eran semejantes a las de los antiguos maniqueos, y que recibían el nombre de “bogomiles”. Estos eran dualistas, que creían que el espíritu era bueno y la materia era mala, y que por tanto rechazaban tanto el Antiguo Testamento como la encarnación de Dios en Jesucristo. Para ellos, Jesús era un mensajero celestial que, sin tener carne humana, había venido a traernos el mensaje de salvación. En Bulgaria, los bogomiles tenían sus propios obispos, cultos y ordenaciones. A través del contacto que las cruzadas produjeron, el bogomilismo se introdujo en Europa occidental. Allí sus principales centros estuvieron en el norte de Italia y el sur de Francia. Puesto que la ciudad de Albi fue el más famoso de esos centros, los bogomiles fueron llamados “albigenses”, además de “cátaros”, que quiere decir “puros”.

Los albigenses parecen haber apelado al entusiasmo religioso popular de la época. Mucho del ímpetu que antes había llevado a los “patares” en su oposición al matrimonio eclesiástico se derramó ahora a favor del catarismo, sobre todo por cuanto los cátaros, en su aversión a la materia, rechazaban el matrimonio. Entre las clases bajas del sur de Francia, exacerbadas por los ideales de la reforma gregoriana, pero al mismo tiempo excluidas de toda participación activa en la vida de la iglesia, el movimiento avanzó a pasos agigantados. El conde Raimundo IV de Tolosa salió en su defensa.

La reacción contra los albigenses no se hizo esperar. Esa reacción tomó tres formas principales. Las dos primeras son de tanta importancia que hemos de tratar de ellas separadamente en otras secciones de esta historia. Se trata de la Inquisición y las órdenes mendicantes. La tercera, dado el espíritu de la época, era de esperarse. Consistió en una gran cruzada que Inocencio III promulgó. En el 1209, los ambiciosos nobles del norte de Francia, so pretexto de suprimir la herejía, se lanzaron sobre el sur del país. Las matanzas, tanto de albigenses como de cristianos ortodoxos, fueron enormes. Varias ciudades quedaron totalmente destruidas. A partir de entonces, el catarismo perdió su impulso inicial, aunque siguió habiendo albigenses dispersos por diversas regiones de Europa occidental por lo menos hasta el siglo XV.

El impacto intelectual de las cruzadas no se limito a la introducción de la herejía. También llegaron a Europa ideas filosóficas, principios arquitectónicos y matemáticos, prácticas y gustos de origen musulmán. Pero en este sentido el impacto islámico se hizo sentir más a través de España que como consecuencia de las cruzadas. Acerca de esto trataremos en el próximo capítulo.

Por último, las cruzadas guardan relaciones complejas con una serie de cambios económicos y demográficos que tuvieron lugar en Europa al mismo tiempo. Si bien las cruzadas contribuyeron a ellos, hubo muchos otros factores, y los historiadores no concuerdan en cuanto a la relativa importancia de cada uno. En todo caso, la época de las cruzadas es también la del crecimiento de las ciudades y de la economía mercantil. Hasta entonces, la única fuente importante de riqueza fue la tierra, y por tanto los nobles y prelados que la poseían eran los únicos dueños del poder económico. Pero el desarrollo de la economía mercantil dio lugar a nuevas fuentes de riqueza: la manufactura y el comercio. Esto a su vez contribuyó al crecimiento de las ciudades, donde apareció la nueva clase de los “burgueses”, es decir, los habitantes de los burgos. Estos eran en su mayoría comerciantes cuyo poder económico y político se fue haciendo cada vez más capaz de enfrentarse al de la nobleza y, en cierta medida, al de la iglesia. Siglos después, a través de la Revolución Francesa y otros acontecimientos, la burguesía triunfaría de la nobleza.

Por lo pronto, las cruzadas fueron una expresión más de los altos ideales que dominaron la vida de la iglesia durante los siglos XI, XII y XIII. Su fracaso no fue visto por la mayoría de sus contemporáneos como mentís a esos ideales, sino como el resultado inevitable de su propia falta de fe y de fidelidad. A su parecer, los reveses no se debían a que los altos ideales fueran errados, sino a la bajeza de los seres humanos a quienes tocaba ponerlos por obra.

La reconquista española             

El rey va tan desmayado
que sentido no tenía ……

Iba tan tinto de sangre
que una brasa parecía……

“Ayer era rey de España,
hoy no lo soy de una villa”.

Ayer, villas y castillos;
hoy, ninguno poseía.

Romance de don Rodrigo

En el 711 las huestes musulmanas cruzaron el estrecho de Gibraltar, y emprendieron la conquista del reino visigodo. En unos pocos años se hicieron dueños de toda la Península Ibérica, excepto los más remotos rincones de Galicia y Asturias, que no fueron conquistados, no porque los musulmanes nopudieran hacerlo o porque hubiera en ellos fuertes núcleos de resistencia, sino porque el reino de los francos, allende los Pirineos, era más apetecible. Cuando los invasores fueron derrotados por Carlos Martel en el 732, su primer ímpetu conquistador había pasado, y por tanto los pequeños centros cristianos del norte del país pudieron conservar su independencia. Fue de aquellos núcleos que partió la reconquista del sector occidental del país, mientras que la de las zonas orientales tuvo lugar con el apoyo de los francos.

Los primeros siglos

Aunque la leyenda posterior ha hecho aparecer los ocho siglos que transcurrieron entre la caída del reino visigodo y la toma de Granada como una constante guerra santa contra el moro, la realidad histórica es otra. Buena parte de la Reconquista no fue sino la expansión de la creciente población cristiana a tierras casi totalmente despobladas. Los conflictos armados entre musulmanes  y cristianos rara vez parecen haber tenido razones religiosas. Hubo alianzas frecuentes entre gobernantes moros y cristianos; y en muchos casos tales alianzas se sellaron mediante el matrimonio. Sólo ocasionalmente tales matrimonios requerían la conversión de una de las partes. Además, en tierras de moros hubo siempre buen número de cristianos, a quienes se llamó “mozárabes”. Y de igual modo, según fue avanzando la reconquista, hubo muchos musulmanes que permanecieron en sus viejas tierras. Estos musulmanes que vivían en territorios cristianos recibieron el nombre de “mudéjares”.

Los primeros años de dominación árabe en España fueron turbulentos. La mayor parte de las tropas que habían invadido el país estaba compuesta de soldados de origen marroquí. Por esa razón en España el término “moro”vino a ser sinónimo de “musulmán”. Pero por encima de estos soldados estaba la vieja aristocracia islámica, formada por árabes, sirios y egipcios. Entre estos diversos grupos existían tensiones cuyo resultado fue la inestabilidad política. Desde Damasco, los califas se esforzaban por imponer el orden. Pero la distancia y otras circunstancias condenaban sus esfuerzos al fracaso. A consecuencia del desorden, y de la escasez económica, fueron muchos los moros que regresaron al Africa.

Tal era la situación cuando se produjo una gran revolución en el mundo islámico. La vieja dinastía de los omeyas fue derrocada por los abasíes, quienes mataron a casi todos los omeyas y establecieron su capital en Bagdad. Un sobreviviente de la familia derrocada, Abderramán, logró escapar de Siria y, tras mil peripecias novelescas, llegó a España. Allí se aprovechó de laconfusión reinante, y de su ilustre estirpe, para posesionarse del poder y fundar así el Emirato de Córdoba, independiente del Califato de Bagdad. Fue él quien comenzó la construcción de la gran mezquita de Córdoba, que es aún hoy uno de los grandes monumentos arquitectónico de España.En el 929 uno de sus sucesores, Abderramán III, tomó el título de califa, y fundó así el Califato deCórdoba.

En el entretanto, los cristianos habían consolidado su poder en una faja de territorio al norte de la Península. El extremo occidental de esa faja constituía el reino de Asturias, fundado en el 718 por el noble visigodo Pelayo. Fue bajo el reinado de Pelayo cuando tuvo lugar lo que la tradición llama la “batalla”de Covadonga, que al parecer no fue para los musulmanes más que una escaramuza fronteriza. En todo caso, a partir de entonces el reino de Asturias fue expandiéndose hacia el sur y el este. Las fronteras estaban mal definidas, y repetidamente los moros penetraron en territorio asturiano, llegando a tomar y destruir las ciudades de Oviedo y León.

Cuando reinaba Alfonso I, yerno de Pelayo, tuvo lugar un hecho de gran importancia para la historia de España: el “descubrimiento” del sepulcro de Santiago. Al menos, esto dan a entender cronistas posteriores, pues fue más tarde, en el siglo IX, cuando las peregrinaciones al sepulcro de Santiago comenzaron a tomar auge. A través de todo el resto de la Edad Media, sólo Roma y Jerusalén podían rivalizar con Santiago de Compostela como metas de peregrinación. Esto fue de enorme importancia para aquel pequeño reino de Asturias, pues la supuesta presencia en él de los restos de Santiago el Apóstol le daba cierta independencia eclesiástica frente a Toledo. Bajo el régimen visigodo, Toledo había sido la sede primada de España. Sus arzobispos ejercían autoridad sobre todo el país. Pero ahora esa ciudad estaba en manos de los musulmanes, y los asturianos no deseaban encontrarse bajo un arzobispo que a su vez estaba bajo el régimen islámico.  Debido en parte al supuesto sepulcro de Santiago, Asturias llegó a tener su propio arzobispo.

Reyes de Asturias

Pelayo

718–37

Favila

737–39

Alfonso I

739–57

Fruela

757–68

Aurelio

768–74

Silo

774–83

Mauregato

783–88

Bermudo

788–91

Alfonso II

791–842

Ramiro I

842–50

Ordoño I

850–66

Alfonso III

866–911

Además, las peregrinaciones a Santiago volvieron a unir a España con el resto de Europa. El constante flujo de peregrinos trajo a la Península la arquitectura, las letras, la teología y las órdenes monásticas de los países allende los Pirineos. El camino de Santiago, conocido a veces sencillamente como “El Camino”, fue la arteria que mantuvo vivos a los pequeños reinos cristianos, que de otro modo habrían quedado aislados del resto de la cristiandad.

La leyenda posterior está convencida de que la Reconquista pudo llevarse a cabo gracias a la intenención milagrosa de Santiago. Símbolo de ello es la supuesta batalla de Clavijo, donde se dice que el apóstol descendió del cielo en brioso corcel, y dirigió a los cristianos en una gran victoria sobre los moros. De ahí el nombre de “Santiago Matamoros”. Todo esto no es más que fábula pía. Pero lo que sí es cierto es que las peregrinaciones a Compostela, adonde acudían devotos de los más remotos rincones de Europa, fueron uno de los principales factores que dieron origen a la España de hoy.

La expansión del reino de Asturias fue tal que García I, hijo y sucesor de Alfonso III, se trasladó a León. A partir de entonces lo que es hoy Galicia, Asturias, León y parte de Castilla perteneció a este nuevo reino de León, cuyos soberanos pronto tomaron el título de “emperadores”, encontra posición al título igualmente universal de “califas”, tomado por Abderramán III y sus sucesores.

La zona de Castilla recibía ese nombre por los muchos castillos que en ella fue necesario construir. Se trataba de una región fronteriza y escasamente poblada. Para asegurar su posesión, los reyes de León facilitaron la construcción en ella de castillos, y estimularon la migración hacia ella al otorgar “fueros” o derechos especiales a quienes se establecieran allí.

El resultado fue que pronto los castellanos comenzaron a mostrar su espíritu insumiso. Bajo Fernán González, personaje histórico a quien la leyenda ha atribuido toda suerte de hechos, el condado de Castilla se hizo independiente. Aun cuando no cabe duda de que Fernán González fue un gran personaje, y el fundador de la grandeza posterior de Castilla, sus principales luchas no fueron contra los moros, sino contra los soberanos de León y de Navarra. Una vez más, el proceso de reconquista no se basó sobre un gran sentimiento de que el gran enemigo era el poderío islámico, sino sobre la fuerza expansiva del condado de Castilla.

Mientras todo esto sucedía en Asturias, León y Castilla, otro reino cristiano había aparecido más al este, el de Navarra. Al principio, no hubo allí más que otro foco de resistencia contra el invasor musulmán, y por ello la historia de aquellos primeros años resulta incierta. Pero a principios del siglo X, con Sancho I, el reino de Navarra aparece en la historia de España como una region que, sin lograr conquistar grandes territorios de los moros, se vuelve sin embargo una potencia debido a toda una compleja serie de enlaces matrimoniales, al contacto con los francos, y a sus armas, que se imponen sobre otros territorios cristianos. En el año 1000 subió al trono de Navarra Sancho III el Mayor, quien logró reunir bajo su gobierno, además, Castilla, Aragón, y varios otros territorios que antes habían pertenecido a los francos. A su muerte, Navarra, Castilla y Aragón se dividieron entre tres desus hijos, cada uno con el título de rey. Fue así cómo los condados de Aragón y Castilla pasaron a ser reinos.

REYES DE LEON

García I

911–14

Ordoño II

914–24

Fruela II

924–25

Alfonso Fróilaz

925

Alfonso IV

925–31

Ramiro II

931–51

Ordoño II

951–56

Sancho I

956–58

Ordoño IV

958–60

Sancho I

958–66

Ramiro III

966–84

Bermudo III

1028–37

Fernando I
Rey de Castilla
desde 1035

1037–67

REYES DE CASTILLA

Fernán González

930–970

Gárcía Fernández

970–95

Sancho García

995–1017

García Sánchez

1017–29

Mayor

1029–35

Fernando I,
rey de Castilla

1035–65

Pronto Fernando, el rey de Castilla, se adueñó también de León (1037), y después le declaró la guerra a su hermano García, quien gobernaba en Navarra. Este murió en el campo de batalla, y su reino se declaró vasallo de Fernando.

Luego, por primera vez todos los territorios cristianos desde Galicia hasta los Pirineos se encontraban unidos. Más al este, en Aragón, reinaba el hermano de Fernando, Ramiro. Y todavía más al este, hacia la costa del Mediterráneo, se encontraban varios condados de origen franco, de los cuales el más importante era el de Barcelona. Fue entonces cuando la Reconquista cobró nuevas fuerzas.

La reconquista después de la muerte de Almanzor

Desde el 711 hasta el 1002, los musulmanes constituyeron el principal poder en la Península Ibérica. Unidos bajo la dirección de Abderramán I, habían logrado establecerse en los mejores territorios del país, y allí habían desarrollado una civilización y una economía florecientes.  Aunque las luchas dinásticas siempre continuaron, tales luchas no debilitaron al califato hasta tal punto que los cristianos pudieran apoderarse de sus territorios. Las aparentes conquistas hasta principios del siglo XI fueron mayormente tierras escasamente pobladas, a las cuales los moros no daban mayor importancia. En otros casos, como en la región de Cataluña, fue el poderío franco, y no los descendientes de los antiguos visigodos, lo que obligó a los moros a replegarse. Pero hacia fines del siglo X la situación comenzaba a cambiar. Las dificultades dinásticas entre los moros empeoraban, mientras que los cristianos comenzaban a reunirse bajo el mando de reyes tales como Sancho III de Navarra y su hijo Fernando I de Leóny Castilla. Por un tiempo el ministro Almanzor, sin tomar el título de califa, rigió los destinos del califato, y dirigió varias campañas que causaron gran desasosiego entrelos cristianos. En el 997, por ejemplo, sus ejércitos saquearon a Santiago de Compostela. Y sus tropas participaron en las diversas guerras que los cristianos llevaban a cabo entre sí.

A la muerte de Almanzor, en el 1002, la situación cambió radicalmente. El califato se deshizo. Los moros, cansados de la dominación árabe, dividieron sus territorios en una multitud de estados independientes, los llamados “reinos de taifas”(de una palabra árabe que quiere decir “grupo” o “facción”). Al mismo tiempo, primero bajo Sancho III de Navarra y después bajo su hijo Fernando I de León y Castilla, los cristianos pudieron presentar un frente relativamente unido. El resultado fue una nueva etapa en la Reconquista.

Los reinos de taifas, a pesar de sus divisiones y su consiguiente debilidad, eran en su mayor parte centros de riqueza y de cultura. La civilización musulmana de la época estaba mucho más desarrollada que la cristiana, y en los reinos de taifas se producían grandes obras de arte, así como mercancías de alto valor. Por lo tanto, aprovechando su superioridad política, los soberanos cristianos les impusieron tributo a sus vecinos del sur. Más bien que conquistar sus tierras, los obligaban a pagar fuertes cantidades anuales. Sus guerras y conquistas se limitaban a lo que fuese necesario para asegurarse de que ese tributo se pagaba. Fernando I, por ejemplo, conquistó algunas pequeñas zonas de los moros. Pero su interés principal fue obligar a los reyes de taifas a pagar tributo, como lo hizo con los de Toledo, Zaragoza y Sevilla.

Las nuevas riquezas que los cristianos españoles lograron de este modo les sirvieron para trabar contactos más estrechos con el resto de Europa. En el campo eclesiástico, la reforma monástica de Cluny se introdujo en la región, siguiendo en términos generales el camino de Santiago. Lo mismo sucedió con la arquitectura, que sufrió al mismo tiempo el influjo de la Europa cristiana y el de los muchos artistas y artesanos mudéjares que se pusieron al servicio de los señores cristianos. Así se produjo todo un arte típicamente español, distinto tanto del puramente europeo como del musulmán.

Fernando dividió sus territorios entre sus tres hijos, Sancho, Alfonso y García. Pronto se reanudaron las luchas fratricidas, pues Sancho destronó a sus hermanos, quienes se refugiaron entre los moros. Cuando Sancho sitiaba la ciudad de Zamora, que le era fiel a Alfonso, fue asesinado, y su hermano pasó a ocupar el trono de Castilla con el título de Alfonso VI.

Era la época de Ruy Díaz de Vivar, mejor conocido como El Cid, cuya historia ilustra las condiciones reinantes. Si tratamos de separar los hechos de la leyenda, encontramos en Ruy Díaz un personaje característico de la época. Soldado valeroso y hábil, sus enemigos, tanto moros como cristianos, lo temieron y respetaron. Su sentido de lealtad se pone de manifiesto en el episodio de Santa Gadea de Burgos, donde obligó a Alfonso VI a jurar que era inocente del fratricidio de que se le acusaba. Pero ese mismo episodio también muestra el alto grado de independencia que tenían los grandes señores, cuyo poderío militar era tal que podían negarse a aceptar la autoridad del rey El nombre de “Cid” es de origen árabe, y quiere decir “Señor”. Este nombre señala otro hecho de la vida del Cid: a pesar de ser uno de los grandes héroes del período de la Reconquista, pasó buena parte de su carrera al servicio de los moros, y no faltaron ocasiones en las que luchó junto a ellos contra los cristianos. Lo que a nosotros hoy, con una perspectiva de siglos, nos parece una gran empresa de reconquista, se les ocultaba a los contemporáneos en medio de interminables contiendas, alianzas y cuestiones dinásticas.

En época de Alfonso VI tuvo lugar la primera gran conquista de un reino de taifa. En el 1085, los castellanos tomaron la ciudad deToledo. La noticia conmovió a los moros, pues Toledo, la antigua capital de los visigodos, era todavía una ciudad de relativa importancia. Aun más, al entrar en Toledo, Alfonso se declaró capaz de conquistar cualquier reino de taifa, e inmediatamente les exigió tributo a los de Sevilla, Zaragoza y Granada. En tales circunstancias, al ver peligrar la poca independencia que les restaba, algunos de los jefes moros apelarona los almorávides.

Los almorávides y almohades

Mientras los territorios musulmanes en España habían estado bajo el dominio de los pequeños reinos de taifas, en el norte de Africa había surgido el movimiento de los almorávides.

Estos, de origen beréber, habían logrado imponer su autoridad sobre Marruecos, Tunisia y buena parte del Africa central, hasta el Senegal. Su islamismo era más fanático e intolerante que el de los regímenes anteriores, y sus conquistas tomaban el carácter de guerra santa.

El rey moro de Sevilla apeló al jefe de estos almorávides,Yusuf, para que fuera a España a contener el avance de las tropas de Alfonso VI. Yusuf cruzó el estrecho de Gibraltar y en 1086, en la batalla de Zalaca, derrotó a los cristianos. Pero dos años después los reyes moros se vieron obligados a pedir su ayuda de nuevo. Entonces Yusuf regresó a España y se dedicó, no sólo a contener el avance cristiano, sino también a conquistar los diversos reinos de taifas en que el país estaba dividido. En el 1090 tomó a Granada, y el año siguiente Córdoba se le entregó. Después siguieron Sevilla, Badajoz, Valencia (donde el Cid había muerto tres años antes), Zaragoza y otras ciudades menores.

A pesar de todas estas conquistas, los almorávides nunca lograron tomar a Toledo, cuya caída había sido la señal de alarma que les abrió el camino de España. Los cristianos reorganizaron sus ejércitos, y establecieron alianzas entre sí. Además, apelaron al resto de Europa.

El resultado de todo esto fue que la guerra tomó carácter religioso. Como hemos dicho anteriormente, hasta este momento la expansión de los reinos cristianos no se había basado por lo general en un espíritu de reconquista religiosa. Pero ahora, ante el fanatismo de los almorávides, los cristianos comenzaron a desarrollar un fanatismo semejante. De otras partes de Europa vinieron caballeros dispuestos a luchar en lo que parecía ser una cruzada occidental. El espíritu de una “reconquista” consciente se posesionó de la España cristiana, y por su parte también el conflicto tomó el carácter de guerra santa que había tenido para los almorávides.

Esta situación tuvo otro resultado interesante para la vida de la iglesia española. En la guerra de reconquista, los españoles necesitaban el apoyo del resto de la Europa cristiana. Por tanto, se estrecharon los lazos con Francia y con Roma, y se dieron pasos para que la iglesia de España se conformara al resto de la cristiandad occidental. Uno de estos pasos fue la creciente influencia de la reforma monástica de Cluny. Pronto la mayoría de los obispos siguió la inspiración cluniacense. El otro paso importante fue la creciente supresión de la “liturgia mozárabe”. Esta era en realidad la vieja liturgia u orden de culto que la iglesia española había seguido desde antes de las conquistas musulmanas. Tras esas conquistas, los cristianos sometidos al régimen islámico continuaron utilizando la misma liturgia. Puesto que a esos cristianos se les llamaba “mozárabes”, pronto su orden de culto recibió el nombre de “liturgia mozárabe”. En las tierras reconquistadas por los cristianos se había continuado utilizando ese rito, que estaba profundamente arraigado entre el pueblo. Pero ahora, con las relaciones cada vez más estrechas con Roma, se tendió a suprimir ese orden de culto, y a imponer el romano. Además del resentimiento que esto causó, hubo otra consecuencia menos inmediata, pero no menos notable. La liturgia mozárabe hacía mucho más uso del Antiguo Testamento que la latina. Por lo tanto, su supresión tendió a cortar cada vez más el contacto de los cristianos con el Antiguo Testamento, y puede haber sido una de las razones por las que a la postre prevalecieron en España las mismas actitudes hacia los judíos que habían existido desde mucho antes en otras regiones de Europa.

El régimen almorávid no duró mucho. En el 1118, el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador, conquistó a Zaragoza. Poco después Alfonso VII de Castilla comenzó a empujar de nuevo las fronteras hacia el sur. Todo esto era posible porque dentro del mundo musulmán, en Africa, se había levantado un nuevo grupo que trataba de arrebatarles el poder a los almorávides. Estos eran los almohades, tan fanáticos como los anteriores. Ya en el 1145, los almohades hicieron sentir su presencia en España, y en el 1170 derrocaron definitivamente a los almorávides.

Los almohades no lograron unificar los diversos partidos mahometanos que existían en España, y por tanto pronto aparecieron pequeños reinos al estilo de los del período de taifas. A pesar de ello, lograron derrotar en Alarcos a Alfonso VIII de Castilla, y los cristianos se vieron fuertemente presionados en diversos frentes. Pero el hecho de que la guerra se había vuelto una cuestión religiosa unió a los soberanos de León, Castilla, Navarra y León, que en la batalla de las Navas de Tolosa, en el 1212, derrotaron definitivamente a los almohades.

A partir de entonces la Reconquista marchó rápidamente. En el 1230 los reinos de León y Castilla se unieron definitivamente bajo Fernando III. Este rey, conocido como San Fernando, tomó a Córdoba en el 1236, y a Sevilla en el 1248. Poco antes, entre el 1160 y el 1180, se habían fundado las grandes órdenes militares de Calatrava, Alcántara y Santiago, al estilo de las órdenes semejantes que ya hemos visto al tratar acerca de las cruzadas. Algunas de estas órdenes llegaron a ser poderosísimas y a poseer grandes extensiones de terreno. A partir de 1248, el único estado islámico que quedaba en España era el reino e Granada. Quizá éste pudo haber sido conquistado entonces, pero los reyes de Castilla se limitaron a exigirle tributo. Los territorios recién conquistados eran demasiado extensos, y su proceso de asimilación demasiado complejo, para lanzarse inmediatamente a la toma de Granada. A punto de completarse, la Reconquista se detuvo, para ser emprendida de nuevo, casi dos y medio siglos más tarde, por Isabel de Castilla. En el entretanto, los cristianos guerrearían entre sí, permitiéndoles a los moros hacerse fuertes en Granada. Es en esa época cuando se queja el poeta Pedro López de Ayala:

Olvidado han a los moros las sus guerras fazer,

ca en otras tierras llanas osar fallen que comer.

Unos son ya capitanes; otros enbían a correr.

Sobre los pobres syn culpa se acostumbran mantener.

Los cristianos han las guerras, los moros están folgados,

en todos los más rreynos ya tienen rreyes doblados.

E todo aquesto viene por los nuestros pecados,

ca somos contra Dios en todas cosas errados.

El impacto de España en la teología cristiana

Mientras todos estos acontecimientos estaban teniendo lugar, y mientras algunos de los cristianos pretendían que los moros no eran sino unos infieles ignorantes, el hecho es que en muchos sentidos la civilización musulmana del sur de España estaba más adelantada que la del resto de Europa. Había allí grandes médicos, arquitectos y matemáticos de quienes los cristianos tenían mucho que aprender. Pero sobre todo, para lo que aquí nos interesa, había filósofos notabilísimos cuyo impacto se haría sentir en toda la teología cristiana occidental. Entre éstos, los mas importantes fueron el musulmán Averroes y el judío Maimónides, ambos cordobeses.

Averroes nació en Córdoba en el 1126. Aunque hizo estudios de medicina, jurisprudencia y teología, fue en el campo de la filosofía donde más se destacó. Se dedicó a estudiar y comentar las obras de Aristóteles, y tuvo tal éxito que la posteridad lo conoció como “el Comentarista”. Para él, el conocimiento filosófico se hallaba por encima del religioso, puesto que el primero se basaba en la razón, y el segundo en la fe. Esto quiere decir que para entender el Korán adecuadamente hay que hacerlo “filosóficamente”. Lo que esto quería decir nunca resultó claro, pues Averroes siempre trató de aplacar la ira de las autoridades musulmanas.

Pero en todo caso parecía dar a entender que la fe era el medio de conocimiento de los ignorantes o los de escasa capacidad intelectual, mientras que los más privilegiados debían preferir la razón.

Otro punto en el que Averroes chocó con los jefes religiosos de su tiempo fue su doctrina acerca de la eternidad del mundo. Los musulmanes, al igual que los cristianos, creían que Dios había hecho el mundo de la nada. Averroes, sobre la base de sus estudios de Aristóteles, llegó a la conclusión de que la materia era eterna. También en lo que se refiere a la vida después de la muerte, Averroes difería de la ortodoxia mahometana. Para él, otra vez sobre la base de Aristóteles, todas las almas humanas (lo que él llama “el intelecto activo”) no son sino manifestaciones de una sola alma universal. Por tanto, cuando el individuo muere, su alma se reintegra a ese gran océano que es el alma universal.

Maimónides era contemporáneo de Averroes, aunque uno pocos años más joven. Cuando los almohades se posesionaron de Córdoba, y trajeron consigo una actitud intolerante hacia lo judíos, Maimónides y su familia partieron de España.

Pero a pesar de ello sus obras fueron muy leídas en el país. Según él no hay un verdadero conflicto entre la fe y la razón. Lo que sucede es que hay ciertos temas que la razón no alcanza a investigar adecuadamente. Así, por ejemplo, en lo que se refiere a la eternidad del mundo o de la materia, la razón no puede llegar a una conclusión segura.

Pero a base de la fe sabemos que el mundo fue hecho de la nada. Las obras de estos dos filósofos, y de muchos otros de menor importancia, pasaron de España al resto de Europa. A esto contribuyó una gran escuela de traductores que se fundó en Toledo. Allí las obras de los grandes filósofos de la antigüedad griega, y de sus comentaristas y émulos mahometanos y judíos, fueron traducidas al latín. Más adelante veremos el gran impacto que hicieron estas obras en el resto de Europa, donde buena parte de la discusión teológica del siglo XIII giró alrededor de ellas.

Las órdenes mendicantes     

Los que injustamente nos causan tribulaciones, insultos, deshonra, estrecheces, dolores, tormentos, martirios y muerte son nuestros amigos, y debemos amarles mucho, porque gracias a ellos tenemos vida eterna

San Francisco de Asís

En el capítulo anterior dijimos que las nuevas corrientes filosóficas provenientes del mundo musulmán causaron gran impacto en la teología cristiana occidental. En el próximo capítulo veremos algo de ese impacto. Pero antes de continuar con ese tema debemos detenernos a narrar los orígenes de un fenómeno sin el cual no es posible entender el curso que siguieron la iglesia y la teología occidentales.

Se trata de las órdenes mendicantes. Como hemos dicho anteriormente, al tiempo que las cruzadas llegaban a su término se estaban produciendo profundos cambios en la vida política y económica de la Europa occidental. El crecimiento de las ciudades y del comercio había dado origen a una nueva clase, la burguesía, que se mostraba cada vez más pujante. El comercio y la artesanía comenzaron a sustituir a la tierra como fuente de riqueza. Esto a su vez estimuló la economía monetaria, de modo que el dinero circulaba más libremente, y el simple trueque se volvía menos común.

Ahora bien, la economía monetaria, al mismo tiempo que tiene la ventaja de permitir la especialización de la producción y de aumentar así la riqueza colectiva, tiene las desventajas de hacer los tratos comerciales menos directos y humanos, y de producir diferencias crecientes entre ricos y pobres. Por cada mercader rico cuyo nombre conocemos, había centenares de pobres cuya condición se hacía más difícil por los cambios que estaban teniendo lugar en la economía. Por tanto, no ha extrañarnos que en los siglos XII y XIII la cuestión de los méritos relativos de la riqueza y la pobreza se plantee nuevamente.

El precursor: Pedro Valdo

El impacto de la nueva situación puede verse en el caso de Pedro Valdo (o Valdés) y del movimiento iniciado por él. Aunque muchos de los documentos que se refieren a él son relativamente tardíos, y por tanto dudosos en cuestiones de detalles, lo esencial de la historia confirma lo que hemos dicho acerca de importancia de las nuevas condiciones económicas para entender el auge que tomó el ideal de la pobreza en el siglo XIII. De hecho, Pedro Valdo aparece como precursor de San Francisco, con la gran diferencia de que en su época la iglesia no estaba todavía lista a aceptar los nuevos ideales, como lo estaría una generación más tarde, al aparecer el santo de Asís.

Pedro Valdo parece haber sido un mercader relativamente exitoso en Lión cuando escuchó narrar la leyenda de San Alejo. Según esa leyenda, el joven Alejo había abandonado su hogar para dedicarse a la vida ascética, y lo hizo con tal dedicación que varios años después regresó sin ser reconocido, y pasó el resto de sus días pidiendo limosna ante la puerta de su propia casa. Sólo al morir, cuando se le encontraron encima documentos que lo identificaban, sus familiares supieron de quién se trataba.

Conmovido por aquella historia, Valdo decidió dedicarse a la pobreza y la predicación. Pero el arzobispo de Lión no se lo permitió, y entonces Valdo apeló a Roma. Allí se produjo un diálogo curioso, que narra uno de los protagonistas. Se trata del teólogo Map, nombrado por el papa para examinar la ortodoxia de Valdo y sus seguidores: “Primero les propuse unas cuestiones sencillísimas, que nadie tiene derecho a ignorar, sabiendo que el asno que come carne no come lechuga:

—¿Creéis vosotros en Dios Padre?

—Creemos—, respondieron.

—¿Y en el Hijo?

—Creemos.

—¿Y en el Espíritu Santo?

—Creemos.

—¿Y en la madre de Cristo? —Creemos.

“Aquí todos gritaron burlándose, y los valdenses se retiraron confusos, y con razón”. La burla se refería a que Map había atrapado a Valdo y sus seguidores en un subterfugio, llevándolos a declarar que María era “madre de Cristo”, y no “madre de Dios”, como lo había promulgado el Tercer Concilio Ecuménico. Lo que sucedía era sencillamente que Map y los suyos se ufanaban de sus conocimientos teológicos, y se burlaban de quienes, por falta de esos conocimientos, podían caer en una trampa. Sobre esa base, se les prohibió predicar a menos que su obispo se lo permitiera. Puesto que éste ya había dado muestras de su animadversión hacia Valdo y sus seguidores, tal permiso no era de esperarse.

De regreso en Lión, Valdo y sus discípulos se negaron a aceptar la decisión de su obispo, y continuaron predicando. En el 1184, un concilio reunido en Verona los condenó. Pero a pesar de ello los valdenses persistieron en su pobreza y su predicación. Durante algún tiempo se esparcieron por diversas ciudades. Pero a la postre la persecución fue tal que se vieron obligados a refugiarse en los valles más retirados de los Alpes.

Allí se les reunieron poco después los restos del movimiento de los “pobres lombardos”, muy semejante al de los valdenses, y también perseguido por la jerarquía eclesiástica. Debido a su historia, quienes se refugiaron en aquellos escondites no sentían aprecio alguno hacia Roma y el resto de la jerarquía eclesiástica. Cuando en el siglo XVI se produjo la reforma protestante, algunos predicadores reformados establecieron contacto con los valdenses, quienes aceptaron su doctrina y se hicieron así protestantes.

San Francisco y la Orden de los Hermanos Menores

En sus orígenes, el movimiento franciscano fue muy semejante al de los valdenses. El propio Francisco pertenecía, al igual que Valdo, a una familia de mercaderes. Su padre, Pietro Bernardone, pertenecía a la nueva clase que había surgido poco antes gracias al comercio. Al igual que Valdo, Francisco pasó los primeros años de su vida en los intereses y ocupación comunes a jóvenes de su clase social.

Su verdadero nombre era Juan (Giovanni). Pero su madre era francesa, y los intereses comerciales de su padre lo llevaron establecer contacto estrecho con Francia. Giovanni tenía alma de trovador, y por ello aprendió la lengua del sur de Francia, cuyos trovadores eran famosos. A la postre se le conoció en Asís por el apodo de “Francisco”, es decir, el pequeño francés. Ese apodo es el nombre por el que lo conocieron sus seguidores, y que él hizo famoso.

Francisco tenía más de veinte años cuando se produjo un cambio notable en su vida. Poco antes había regresado de una expedición militar al sur de Italia. Ahora, tras haber sufrido varias enfermedades que casi le costaron la vida, solía retirarse a una cueva, donde pasaba largas horas de meditación y de lucha consigo mismo. Un buen día, sus antiguos compañeros de juego lo vieron en extremo feliz, como hacía tiempo que no lo veían.

—¿Por qué te alegras?— le preguntaron.

—Porque me he casado.

—¿Con quién?

—¡Con la señora Pobreza!

Lo que había sucedido era que, tras larga lucha, el joven Francisco había decidido seguir el camino que antes habían tomado Pedro Valdo y los muchos ermitaños y ascetas que habían renunciado a las comodidades y honores del mundo. Cuando su padre le daba dinero, inmediatamente iba y buscaba algún pobre a quien regalárselo. Sus vestimentas no eran más que unos viejos harapos. Si su familia le daba nuevas ropas, éstas seguían el mismo camino que antes había tomado el dinero. En lugar de ocuparse de los negocios textiles de su padre, Francisco pasaba el tiempo alabando las virtudes de la pobreza ante cualquier persona que quisiera escucharlo, o reconstruyendo una capilla abandonada, o disfrutando de la belleza y armonía de naturaleza.

Su padre, exasperado, lo encerró en un sótano y apeló a las autoridades. Estas pusieron el caso a disposición del obispo, quien por fin falló que, si Francisco no estaba dispuesto a usar mejor de los bienes de su familia, debía renunciar a ellos. Esto era precisamente lo que nuestro joven quería. Renunciando a su herencia, dijo: “Escuchadme bien todos. Desde ahora no quiero referirme más que a ‘nuestro Padre que está en los cielos’ ”.

Acto seguido, para mostrar lo absoluto de su decisión, se quitó las ropas que llevaba, se las devolvió a su padre, y partió desnudo.

Tras dejar a su familia, Francisco marchó al bosque. Allí lo asaltó una banda de ladrones, quienes al verlo vestido tan sólo con la túnica que un ayudante del obispo le había echado encima, le preguntaron quién era.

“Soy el heraldo del Gran Rey”, les contestó.

Ellos, entre burlas y risas lo golpearon y lo dejaron tirado en la nieve.

Por algún tiempo, Francisco se dedicó a llevar la vida típica de un ermitaño. Su única compañía eran los leprosos a quienes servía, y las criaturas del bosque, con quienes se dice que gustaba hablar. Además, se dedicó a reconstruir la vieja iglesia llamada de la “Porciúncula”.

A fines de febrero del 1209, el Evangelio del día sacudió todo su ser:

Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia. No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su alimento (Mateo 10:7–l0).

Aquellas palabras le dieron un nuevo sentido de misión. Hasta entonces la preocupación principal del monaquismo había sido la propia salvación, y los monjes huían de todo contacto con gente que pudieran apartarlos de la contemplación religiosa. Pero el movimiento que Francisco fundó fue todo lo contrario. El y sus seguidores irían precisamente en busca de las ovejas perdidas. Su lugar de acción no estaría en monasterios apartados del bullicio del mundo, sino en las ciudades cuya población aumentaba rápidamente, entre los enfermos, los pobres y despreciados. Para ello, era necesario ser pobre. Y serlo con todo el gozo que da la seguridad de que Dios cuida de nosotros.

Lo primero que Francisco hizo fue abandonar su retiro y regresar a Asís, donde se dedicó a predicar. Las burlas e insultos no faltaron. Pero poco a poco se fue reuniendo en derredor de él un pequeño núcleo de seguidores cautivados por su fe, su entusiasmo, su gozo y su sencillez. Por fin, acompañado de una docena de seguidores, decidió ir a Roma para solicitar que el papa, a la sazón Inocencio III, lo autorizara a fundar una nueva orden.

El encuentro entre Francisco e Inocencio debe haber sido dramático. Inocencio era el papa más poderoso que la historia había conocido. Según veremos más adelante, a su disposición estaban las coronas de los reyes y los destinos de las naciones. Frente a él, el Pobrecillo de Asís, a quien poco importaban intrigas de la época, y cuya única razón para querer conocer al emperador era pedirle que promulgara una ley prohibiendo la caza de “mis hermanas las avecillas”. El uno altivo; harapiento el otro. El Papa confiado de su poder; el Santo, del poder de Señor. Se cuenta que el Pontífice recibió al Pobrecillo con impaciencia.

—Vestido como estás, más pareces cerdo que ser humano— dijo, —Vete a vivir con tus hermanos.

Francisco se inclinó y salió en busca de una pocilga. Allí pasó algún tiempo entre los puercos, revolcándose en el lodo. Depués regresó adonde el Papa. Con toda humildad se inclinó de nuevo y le dijo:

—Señor, he hecho lo que tú me mandaste. Ahora te ruego hagas lo que yo te pido.

De haberse tratado de otro papa, la entrevista habría terminado allí mismo. Pero parte del genio de Inocencio estaba precisamente en saber medir el valor de las personas, y unir los elementos más dispares bajo su dirección. En aquel momento el franciscanismo naciente estuvo en la balanza, como una generación antes lo había estado el movimiento de los valdenses. Pero Inocencio fue más sabio que su predecesor, y a partir de entonces la iglesia contó con uno de sus más poderosos instrumentos.

De regreso a Asís con la sanción del Papa, Francisco continuó  su predicación. Pero el movimiento no se detendría allí. Pronto fueron muchos los que pidieron ingreso a la orden. Por todas partes de Italia y Francia, y después por toda Europa, los “hermanos menores” —que así se llamaban los frailes de Francisco— se dieron a conocer. A través de su hermana espiritual Santa Clara, Francisco fundó una orden de mujeres, generalmente conocida como las “clarisas”. Aquellos primeros franciscanos estaban imbuidos del espíritu de su fundador. Iban por todas partes cantando, recibiendo vituperios, gozosos, y predicando y mostrando una sencillez de vida admirable.

Francisco temía que el éxito del movimiento se volviera su ruina. Los franciscanos eran respetados, y existía siempre la tendencia a colocarlos en posiciones tales que flaqueara la humildad. Por ello, el fundador hizo todo lo posible por inculcarles a sus seguidores el espíritu de pobreza y de santidad. Se cuenta que cuando un novicio le preguntó si no era lícito poseer un salterio, el Santo le contestó:

“Cuando tengas un salterio, querrás tener también un brevario. Y cuando tengas un brevario te encaramarás al púlpito como un prelado”.

En otra ocasión, uno de los hermanos regresó gozoso, y le mostró a Francisco una moneda de oro que alguien le había dado. El Santo lo obligó a tomar la moneda entre los dientes, y enterrarla en un montón de estiércol, diciéndole que ese era lugar que le correspondía al oro.

Preocupado por las tentaciones que su éxito colocaba ante su orden, Francisco hizo un testamento en el que les prohibía a sus seguidores poseer cosa alguna, y les prohibía también buscar cualquier mitigación de la Regla, aunque fuese por parte del papa.

En el capítulo general de la orden del 1220, dio una prueba final de humildad. Renunció a la dirección de la orden, y se arrodilló en obediencia ante su sucesor. Por fin, el 3 de octubre del 1226, murió en su amada iglesia de la Porciúncula. Se dice que sus últimas palabras fueron: “He cumplido mi deber. Ahora, que Cristo os dé a conocer el vuestro. ¡Bienvenida, hermana muerte!”

Santo Domingo y la Orden de Predicadores

Santo Domingo era unos doce años mayor que San Francisco. Pero, puesto que su actividad como fundador de una nueva orden fue posterior, hemos decidido relatar su historia después de la del Santo de Asís. Fue en la pequeña aldea de Caleruega, cerca de Burgos, en el centro de Castilla, donde Domingo nació. Era hijo de la ilustre familia de los Guzmán, cuya torre se alza aún hoy en el centro del poblado. Su madre, Juana, era mujer de gran fe, acerca de la cual se cuentan todavía en Caleruega varios milagros. En todo caso, desde muy joven Domingo y sus hermanos se formaron en un ambiente cristiano.

Tras unos diez años de estudio en Palencia, se unió al capítulo de la catedral de Osma, como uno de sus canónigos. Cuatro años después, cuando Domingo tenía veintinueve, el capítulo adoptó la regla monástica de los canónigos de San Agustín. Según esta regla, los miembros del capítulo catedralicio vivían en comunidad monástica, pero sin retirarse del mundo ni abandonar su ministerio para con los fieles. Recuérdese que, según vimos en el capítulo anterior, era la época en que España se incorporaba al resto de la cristiandad occidental. Es muy posible que esto haya sido uno de los factores que llevaron al capítulo a adoptar la regla de San Agustín.

En el 1203, Domingo y su obispo Diego de Osma pasaron por el sur de Francia, donde nuestro canónigo se conmovió al ver el auge que tenía la herejía de los cátaros o albigenses (véase el capítulo IV), y cómo se trataba de convertirlos a la fuerza. Además se percató de que el principal argumento que tenían los albigenses era el ascetismo de sus jefes, que contrastaba con la vida muelle y desordenada de muchos de los prelados y sacerdotes ortodoxos.

Convencido de que aquél no era el mejor medio de combatir la herejía, Domingo se dedicó a predicar la ortodoxia, unió su predicación a una vida de disciplina rigurosa, e hizo uso de los mejores recursos intelectuales que estaban a su alcance. En las laderas de los Pirineos fundó una escuela para las mujeres nobles que abandonaban el catarismo. Además, alrededor de sí reunió un número creciente de conversos y de otros predicadores dispuestos a seguir su ejemplo. Su éxito fue tal que el arzobispo de Tolosa les dio una iglesia donde predicar, y una casa donde vivir en comunidad.

Poco después, con el apoyo del arzobispo, Domingo fue a Roma, donde a la sazón se reunía el Cuarto Concilio Laterano (véase el capítulo IX), para solicitar de Inocencio III la aprobación de su regla. El Papa se negó, pues le preocupaba la confusión que surgiría de la existencia de demasiadas reglas monásticas. Pero sí les dio autorización para continuar la labor emprendida, siempre que se acogieran a una de las reglas anteriormente aprobadas. De regreso a Tolosa, Domingo y los suyos adoptaron la regla de los canónigos de San Agustín, y después, mediante una serie de constituciones, adaptaron esa regla a sus propias necesidades. Quizá llevados por el impacto del franciscanismo naciente, los dominicos también adoptaron el principio de la pobreza total, para sostenerse sólo mediante limosnas. Por esa razón estas dos órdenes (y otras que después siguieron su ejemplo) se conocen como “órdenes mendicantes”.

Desde sus inicios, la Orden de Predicadores (que así se llamó la fundada por Santo Domingo) tuvo el estudio en alta estima. En esto difería el santo español del de Asís, quien, como hemos dicho, no quería que sus frailes tuvieran ni siquiera un salterio y quien en varias ocasiones se mostró suspicaz del estudio y las letras. Los dominicos, en su tarea de refutar la herejía, necesitaban armarse intelectualmente, y por ello sus reclutas recibían un adiestramiento intelectual esmerado. En consecuencia, la Orden de Predicadores le ha dado a la Iglesia Católica algunos de sus más distinguidos teólogos; aunque, como veremos más adelante, los franciscanos no se les han quedado muy a la zaga.

El curso posterior de las órdenes mendicantes

Tanto la Orden de Predicadores como la de los Hermanos Menores crecieron rápidamente en casi toda Europa. Pero la fundada por Santo Domingo tuvo una historia mucho menos accidentada que la de San Francisco. Desde el principio, los dominicos se habían dedicado al estudio y a la predicación, particularmente entre los herejes. Para ellos, la pobreza no era sino un instrumento que facilitaba y fortalecía su testimonio. Por tanto, no tuvieron mayores dificultades para adaptarse a las nuevas circunstancias, cuando el crecimiento de la orden requirió que ésta tuviera propiedades, y que el ideal de pobreza fuese en cierto modo mitigado. Además, pronto se instalaron en las universidades, pues esto se seguía de su inspiración inicial.

En esa época, los dos centros principales de estudios teológicos eran las nacientes universidades de París y Oxford. En ambas ciudades los dominicos fundaron casas, y pronto tenían profesores en las universidades. En Oxford, esto sucedió cuando Roberto Bacon, quien ya era profesor, decidió hacerse dominico, y continuó en la enseñanza. En París, el proceso fue algo más turbulento, pues cuando en el 1229 hubo una huelga universitaria los dominicos se negaron a tomar parte en ella, y continuaron las clases en su convento. Cuando la universidad abrió sus puertas de nuevo, el maestro dominico que había estado enseñando en el convento continuó como profesor universitario.

El otro campo en el que los dominicos se distinguieron fue la predicación entre musulmanes y judíos. Entre los seguidores del Profeta, su más famoso predicador fue Guillermo de Trípoli. Y entre los hijos de Abraham, San Vicente Ferrer. Ambos tuvieron gran éxito, aunque en ambos casos parte del resultado de su predicación se debió al uso de la fuerza: por los cruzados con los musulmanes en Trípoli, y por los cristianos contra los judíos en España, donde San Vicente predicó.

Al igual que los dominicos, los franciscanos se distinguieron tanto en su labor misionera como en su presencia en las universidades. Las misiones habían sido siempre una de las pasiones San Francisco, quien varias veces trató de partir a tierra infieles, y quien por fin logró predicarle al Sultán en Egipto. Siguiendo su ejemplo, los franciscanos emprendieron una labor misionera de increíble alcance. De hecho, fueron ellos quienes, tras siglos de olvido, volvieron a tomar en serio el mandato de Jesús de serle testigos “hasta lo último de la tierra”.

Como ejemplo de esa labor, podemos tomar a Juan de Montecorvino, quien después de ser legado papal en Persia y Etiopía, y tras breve obra misionera en la India, se dirigió hacia China. Poco antes ese país había sido conquistado por los mongoles, quienes habían establecido su capital en Cambaluc (hoy Pekín). Tras sus enormes conquistas, y el caos que produjeron, los mongoles se mostraban interesados en establecer relaciones cordiales con el resto del mundo, y estimular el comercio. Como hemos señalado anteriormente, en toda esa zona había ya algunos cristianos nestorianos. Pero ahora, con los nuevos contactos con el Occidente, comenzaron a llegar al país cristianos procedentes de Italia y de otras regiones europeas. Primero llegaron los comerciantes, de los cuales el más famoso, aunque no el primero, fue Marco Polo. Poco después fueron enviados los primeros misioneros, entre los cuales se contaban algunos dominicos, y muchos franciscanos. Guillermo de Trípoli, el famoso predicador dominico, partió para China con otro fraile y con Marco Polo, que regresaba al Oriente. Pero las dificultades del viaje lo hicieron desistir de la empresa. En el año 1278, otros cinco misioneros franciscanos fueron enviados a China; pero su paradero nos es desconocido. Por fin el franciscano Juan de Montecorvino llegó a Cambaluc con una carta del papa, y comenzó obra misionera en esa capital. Su éxito fue tal que a los pocos años tenía varios millares de conversos. Al recibir noticias de tales resultados, el papa lo nombró arzobispo de Cambaluc, y le envió otros siete franciscanos para que lo ayudaran como obispos de otras sedes. De aquellos siete, sólo tres llegaron a su destino, lo cual es indicio de los peligros que el viaje entrañaba.

Aunque el Lejano Oriente fue el campo en que los misioneros lograron resultados más notables, fue entre los musulmanes donde el mayor número de ellos laboró. Este había sido un interés del propio San Francisco, y a través de los siglos su orden lo ha mantenido vivo, hasta tal punto que los franciscanos que han perdido la vida en ese campo misionero se cuentan por millares.

Al seguir el ejemplo de los dominicos, los franciscanos se instalaron en las universidades, donde llegaron a tener profesores de gran renombre. Hasta cierto punto, esto constituía un cambio en la política trazada por el fundador, quien siempre receló de los estudios y los libros. En el año 1236, un profesor de la universidad de París, Alejandro de Hales, decidió unirse a la orden, y así los franciscanos contaron con su primera cátedra universitaria. A los pocos años, había maestros franciscanos en todas las principales universidades de Europa occidental.

Todo no esto se logró sin grandes luchas, tanto internas, dentro del franciscanismo, como externas, contra algunos miembros de las universidades, que se oponían a la presencia de los mendicantes en ellas. Particularmente en París, el franciscano Buenaventura y el dominico Tomás de Aquino, tuvieron que enfrentarse a la oposición de maestros seculares tales como Guillermo de San Amor. En su pugna con los mendicantes, los seculares llegaron a atacar, no sólo su derecho de formar parte de las universidades, sino también la validez de sus votos de pobreza. De este modo, la pobreza se volvió una cuestión debatida en las universidades, y profesores tales como Buenaventura sostuvieron “disputas” académicas acerca de ella.

Empero el principal cambio en la política trazada por San Francisco fue el que tuvo lugar con respecto a la práctica de la pobreza. Como hemos señalado, el fundador sabía que lo que les exigía a sus seguidores era duro, y por tanto hizo todo lo posible por asegurarse de que después de su muerte los franciscanos no tratarían de mitigar la regla de pobreza. Pero, como se cuenta que le dijo Inocencio III al Santo, los altos ideales de Francisco sólo podrían cumplirse por seres sobrehumanos. Con el crecimiento de la orden, se fue perdiendo el espíritu sencillo de su fundador, al mismo tiempo que se hizo necesario organizar el movimiento. Esto a su vez requería propiedades, y no faltaron quienes se las donaran a los franciscanos. Pero la Regla de 1223 prohibía que los franciscanos tuvieran propiedad alguna, y esa pobreza debía ser, no sólo individual, sino también colectiva. Lo que Francisco deseaba era evitar el enriquecimiento de su orden, como había sucedido con el movimiento cluniacense. Para asegurarse de que el principio de la pobreza absoluta se cumpliera a cabalidad, insistió en él en su testamento, y explícitamente prohibió que se le pidiera al papa mitigación alguna de la Regla.

Poco tiempo después de la muerte del Santo, aparecieron en la orden dos partidos. Los rigoristas insistían en la pobreza absoluta, en obediencia a las instrucciones de San Francisco. Los moderados argüían que, dadas las nuevas circunstancias, era necesario interpretar la Regla menos literalmente, de modo que la orden pudiera llevar a cabo su ministerio al hacer uso de las propiedades que le fueran donadas. En el 1230, el papa Gregorio IX declaró que el testamento de San Francisco no tenía valor de ley sobre los franciscanos, quienes por tanto podían pedirle a Roma que modificase la ley de pobreza. En el 1245, Inocencio IV acudió al subterfugio de declarar que todas las propiedades en cuestión pertenecían a la Santa Sede, aunque los franciscanos disfrutaban de su uso. A la postre aun esa ficción fue abandonada, y la orden del Pobrecillo de Asís comenzó a tener vastas propiedades.

En el entretanto, el partido de los rigoristas adoptó posiciones cada vez más extremas. Para ellos, lo que estaba teniendo lugar era una gran traición. Pronto algunos de entre ellos adoptaron las ideas de Joaquín de Fiore, y las aplicaron a su situación.

Joaquín de Fiore, monje cisterciense de la generación anterior a San Francisco, había propuesto un esquema de la historia que, según él, se basaba en la Biblia. Este esquema consistía en tres etapas sucesivas: la del Padre, la del Hijo, y la del Espíritu Santo. La era del Padre, que va desde Adán hasta Cristo, duró cuarenta y dos generaciones. Luego, puesto que Dios ama el orden y la simetría, la edad del Hijo ha de durar también cuarenta y dos generaciones. Y, puesto que en el Nuevo Testamento se perfecciona la obra de Dios, esas generaciones han de ser todas iguales. Contando a base de treinta años por generación, Joaquín llegaba a la fecha del 1260 como el momento el que terminaría la edad del Hijo y se inauguraría la del Espíritu. En esa nueva edad, la vida religiosa llegaría a su culminación.

Ahora bien, en cada edad Dios ha levantado heraldos de la era por venir. En la edad de Cristo, los que señalan hacia la época del Espíritu Santo son los monjes, cuya pobreza y castidad les dan un nivel de vida más espiritual que el del común de la gente, o aun de los dirigentes eclesiásticos.

Algunos de los franciscanos rigoristas abrazaron estas ideas. Se acercaba el año 1260. Los altos ideales franciscanos parecían negarse a cada momento, tanto por los franciscanos moderados como por el papa y el resto de la jerarquía eclesiástica. Luego, a fin de mantener vivos esos ideales, los rigoristas adoptaron el esquema de Joaquín, que les daba la esperanza de estar viviendo en los últimos tiempos de dificultades, poco antes de la alborada de un nuevo día cuando sus ideales serían reafirmados.

Con el nombre de “espirituales”, aquellos franciscanos comenzaron a predicar las doctrinas de Joaquín de Fiore. Esto conllevaba la aseveración de que el papa, el resto de la iglesia, y hasta los demás franciscanos, eran creyentes de nivel inferior, que se quedaban en la “edad de Cristo”, mientras que ellos, los espirituales, eran la “iglesia del Espíritu Santo”. Uno de los propulsores de tales ideas era el ministro general de la orden, Juan de Parma, y por algún tiempo pareció que el franciscanismo seguiría la ruta de los valdenses, y rompería toda comunión con el resto de la iglesia. Pero el próximo ministro general de la orden, San Buenaventura, logró combinar un espíritu místico semejante al de San Francisco con la más estricta ortodoxia, y de ese modo la mayoría de los franciscanos se reconcilió con la jerarquía eclesiástica. Juan de Parma y sus principales seguidores fueron recluidos en conventos, pero aparte de esto no se les persiguió mientras Buenaventura vivió. Después de su muerte, hubo un nuevo brote de los “espirituales”, quienes fueron perseguidos hasta que desaparecieron.

Uno de los más altos ideales de la época que estamos estudiando fue el de una pobreza absoluta, a imitación del Señor quien no tenía “dónde reclinar la cabeza”. Nadie encarnó aquel ideal como lo hizo San Francisco. Pero a la postre los seguidores del Pobrecillo de Asís se pelearon a causa de sus riquezas, los discípulos del Santo que amaba a “la hermana agua” y “el hermano lobo” acabaron por insultar, atacar y perseguir a sus hermanos de religión. Como Inocencio bien había visto, los ideales del Pobrecillo eran demasiado altos para la realidad humana.

La actividad teológica             

No pretendo, Señor, penetrar tu profundidad, porque mi intelecto no se puede comparar con ella. Lo que deseo es entender, siquiera imperfectamente, tu verdad. Esa es la verdad que mi corazón cree y ama. No trato de comprender para creer, sino que creo y por ello puedo llegar a comprender.

Anselmo de Canterbury

Los grandes ideales de los siglos XI al XIII no se limitaron a las reformas monásticas de los cluniacenses, cistercienses y mendicantes, ni a las reformas de papas tales como Hildebrando, o a los sueños acerca de la Nueva Jerusalén de Pedro el Ermitaño y sus seguidores. También hubo quienes, en monasterios, escuelas catedralicias y universidades, soñaron con entender mejor la verdad cristiana. Eran tiempos de cambios profundos en la sociedad europea, y esos cambios se reflejaron en la teología de la época. Esto puede verse en el hecho de que el primer teólogo que estudiaremos en este capítulo llevó a cabo la mayor parte de su labor literaria en el monasterio. Luego trataremos de otros que fueron maestros en escuelas catedralicias.

Y por último nos ocuparemos de profesores universitarios. Este movimiento, que va de los monasterios a las escuelas catedralicias, y por último a las universidades, es señal del auge que estaban teniendo las ciudades. Los monasterios estaban generalmente situados lejos de los centros de población. Las catedrales, por el contrario, estaban en el corazón mismo de las ciudades, y las escuelas que en ellas florecieron se debieron al proceso de urbanización a que nos hemos referido repetidamente. Por último, las universidades son la culminación de esa evolución, pues surgieron cuando en las ciudades se concentraron tantos estudiantes y profesores que las escuelas catedralicias resultaron insuficientes. Además, en casos tales como el de la universidad de París, su propia existencia es indicio del creciente poder del rey, parte de cuyo esfuerzo centralizador frente a la nobleza consistía en hacer de su ciudad capital un centro de estudios.

Anselmo de Canterbury

El primero de los grandes pensadores que esta época produjo fue Anselmo de Canterbury. Natural del Piamonte, en Italia, Anselmo era hijo de una familia noble, y su padre se opuso a su carrera monástica. Pero el joven insistió en su vocación, y en el 1060 se unió al monasterio de Bec, en Normandía. Aunque ese monasterio se encontraba lejos de su patria, Anselmo se dirigió a él debido a la fama de su abad, Lanfranco. Allí se dedicó al estudio teológico, y produjo varias obras, de las cuales la más importante es el Proslogio. En el 1078 fue hecho abad de Bec, pues Lanfranco había dejado el monasterio para ser consagrado como arzobispo de Canterbury. Poco antes, Guillermo el Conquistador había partido de Normandía y conquistado a Inglaterra, donde derrotó a los sajones en el 1066 en la batalla de Hastings. Ahora Guillermo y sus sucesores se establecieron en Gran Bretaña, que poco a poco se fue volviendo el centro de sus territorios. Pero durante varias generaciones continuaron trayendo a personas de origen normando para ocupar posiciones de importancia en Inglaterra. Esto fue lo que sucedió con Lanfranco y, en el 1093, con Anselmo.

En esa fecha, fue hecho arzobispo de Canterbury por el rey Guillermo II, quien había sucedido al Conquistador. Anselmo trató de evadir esa responsabilidad, en parte porque prefería la quietud del monasterio, y en parte porque desconfiaba de Guillermo, quien a la muerte de Lanfranco había dejado la sede vacante, a fin de posesionarse de sus ingresos y de buena parte de sus propiedades. Pero a la postre aceptó, y comenzó así una carrera accidentada buena parte de la cual transcurrió en el exilio debido a sus conflictos, primero con Guillermo y después con su sucesor Enrique I. Sin entrar en detalles, podemos decir que estos conflictos reflejaban, en menor escala, los que ya hemos visto al tratar de las pugnas entre el papado y el Imperio. Se trataba de un asunto de jurisdicción, cuyo punto crucial era la cuestión de las investiduras, pero que tenía varias otras dimensiones. Lo que estaba en juego en fin de cuentas era si la iglesia sería independiente o no del poder civil. Y la respuesta no era fácil, pues la iglesia en sí tenía gran poder político y económico. Siete décadas más tarde, uno de los sucesores de Anselmo, Tomás a Becket, moriría asesinado junto al altar de la catedral, por razón del mismo conflicto.

Durante sus repetidos exilios, Anselmo escribió mucho más que cuando estaba cargado con las responsabilidades de su arzobispado. La principal obra de este período es Por qué Dios se hizo hombre. Murió en Canterbury en el 1109, tres años después de haber hecho las paces con el rey y haber regresado de su último exilio.

La importancia teológica de Anselmo radica en que fue el primero, después de siglos de tinieblas, en volver a aplicar la razón a las cuestiones de la fe de modo sistemático. Cada una de sus obras trata acerca de un tema específico, como la existencia de Dios, la obra de Cristo, la relación entre la predestinación y el libre albedrío, etc. Y en la mayor parte de los casos Anselmo trata de probar la doctrina de la iglesia sin recurrir a las Escrituras o a cualquier otra autoridad.

Esto no quiere decir, sin embargo, que Anselmo haya sido un racionalista, dispuesto a creer sólo lo que podía demostrarse mediante la razón. Al contrario, como puede verse en la cita que encabeza este capítulo, su punto de partida es la fe. Anselmo cree primero, y después le plantea sus preguntas a la razón. Su propósito no es probar algo para después creerlo, sino demostrar que lo que de antemano acepta por fe es eminentemente racional. Esto puede verse tanto en su Proslogio como en Por qué Dios se hizo hombre.

El Proslogio trata acerca de la existencia de Dios. Anselmo no duda ni por un instante que Dios exista. De hecho, la obra está escrita a modo de una oración dirigida a Dios. Pero, aun sabiendo que Dios existe, nuestro teólogo quiere demostrarlo, para así comprender mejor la racionalidad de esa doctrina, y gozarse en ella.

Como punto de partida, Anselmo toma la frase del Salmo 14:1: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios”. ¿Por qué es necedad negar la existencia de Dios? Evidentemente, porque esa existencia debe ser una verdad de razón, de tal modo que negarla sea una sinrazón. ¿Es posible entonces demostrar que la existencia de Dios es tal? Indudablemente, hay muchos argumentos para probar esa existencia. Pero todos ellos se basan en la contemplación del mundo que nos rodea, arguyendo que tal mundo ha de tener un creador. Es decir, todos ellos parten de los datos de los sentidos. Y los filósofos siempre han sabido que los sentidos no bastan para darnos a conocer las realidades últimas. ¿Será posible entonces encontrar otro modo de demostrar la existencia de Dios, un modo que no dependa de los datos de los sentidos, sino únicamente de la razón?

El razonamiento que Anselmo emplea es lo que después se ha llamado “el argumento ontológico para probar la existencia de Dios”. En pocas palabras, lo que Anselmo dice es que al preguntarnos si Dios existe la respuesta está implícita en la pregunta. Preguntarse si Dios existe equivale a preguntarse si el Ser Supremo existe. Pero la misma idea de “Ser Supremo”, que incluye todas las perfecciones, incluye también la existencia. De otro modo, tal “Ser Supremo” sería inferior a cualquier ser que exista. Un Ser Supremo inexistente sería una contradicción semejante a la de un triángulo de cuatro lados. Por definición, la idea de “triángulo” incluye tres lados. De igual modo, la idea de “Ser Supremo” incluye la existencia. Es por esto que quien niega la existencia de Dios es un necio, como bien dice el salmista.

Este “argumento ontológico” ha sido discutido, reinterpretado, refutado y defendido por los filósofos y teólogos a través de los siglos. Pero no es éste el lugar para seguir el curso de ese debate. Baste señalar que el argumento mismo es un ejemplo claro del método teológico de Anselmo, que no consiste en esperar a demostrar una doctrina para creerla, sino que parte de la doctrina misma, y de su fe en ella, para mostrar su racionalidad.

En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo se plantea la cuestión del propósito de la encarnación. Su respuesta se ha generalizado de tal modo que, con ligeras variantes, ha llegado a ser la opinión de la mayoría de los cristianos occidentales, aun en el siglo XX. Su argumento se basa en el principio legal de la época, según el cual “la importancia de una ofensa depende del ofendido, y la de un honor depende de quien lo hace”. Si, por ejemplo, alguien ofende al rey, la importancia de esa acción se mide, no a base de quién la cometió, sino a base de la dignidad del ofendido. Pero si alguien desea honrar a otra persona, la importancia de esa acción se medirá, no a base del rango de quien recibe la honra, sino a base del rango de quien la ofrece.

Si entonces aplicamos este principio a las relaciones entre Dios y los seres humanos, llegamos a la conclusión, primero, que el pecado humano es infinito, pues fue cometido contra Dios, y ha de medirse a base de la dignidad de Dios; segundo, que cualquier pago o satisfacción que el ser humano pueda ofrecerle a Dios ha de ser limitado, pues su importancia se medirá a base de nuestra dignidad, que es infinitamente inferior a la de Dios. Además, lo cierto es que no tenemos medio alguno para pagarle a Dios lo que le debemos, pues cualquier bien que podamos hacer no es más que nuestro deber, y por tanto la deuda pasada nunca será cancelada.

En consecuencia, para remediar nuestra situación hace falta ofrecerle a Dios un pago infinito. Pero al mismo tiempo ese pago ha de ser hecho por un ser humano, puesto que fuimos nosotros los que pecamos. Luego, ha de haber un ser humano infinito, que equivale a decir divino. Y es por esto que Dios se hizo hombre en Jesucristo, quien ofreció en nombre de la humanidad una satisfacción infinita por nuestro pecado.

Este modo de ver la obra de Cristo, aunque se ha generalizado en siglos posteriores, no era el único ni el más común en la iglesia antigua. En la antigüedad, se veía a Cristo ante todo como el vencedor del demonio y sus poderes. Su obra consistía ante todo en libertar a la humanidad del yugo de esclavitud a que estaba sometida. Y por ello el culto de la iglesia antigua se centraba en la Resurrección. Pero en la Edad Media, particularmente en la “era de las tinieblas”, el énfasis fue variando, y se llegó a pensar de Jesús ante todo como el pago por los pecados humanos. Su tarea consistía en aplacar la honra de un Dios ofendido. En el culto, el acento recayó sobre la Crucifixión más bien que sobre la Resurrección. Y Jesucristo, más bien que conquistador del demonio, se volvió víctima de Dios. En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo formuló de modo claro y preciso lo que se había vuelto la fe común de su época.

En cierto sentido, Anselmo fue uno de los fundadores del “escolasticismo”. Este es el nombre que se le da a un período y un modo de hacer teología. Sus raíces se encuentran en Anselmo y en los teólogos del siglo XII que estudiaremos a continuación. Su punto culminante se produjo en el siglo XIII. Y continuó siendo el método característico de hacer teología a través de todo el resto de la Edad Media. Su nombre se debe a que se produjo principalmente en las escuelas. Anselmo fue monje, y casi toda su labor teológica tuvo lugar en el monasterio. En esto no difería de la teología de los siglos anteriores, que se había desarrollado, no en escuelas, sino en púlpitos y monasterios. Pero, a partir del siglo XII, los centros de labor teológica serían las escuelas catedralicias y las universidades.

Por lo pronto, la gran contribución de Anselmo consistió en su uso de la razón, no como un modo de comprobar o negar la fe, sino como un modo de elucidarla. En sus mejores momentos, ése fue el ideal del escolasticismo.

Pedro Abelardo

Otro de los principales precursores del escolasticismo fue Pedro Abelardo, a quien sus amores con Eloísa, y lo que sobre ellos se ha dicho y escrito, han hecho famoso. Abelardo nació en Bretaña en el año 1079, y dedicó buena parte de su juventud a estudiar bajo los más ilustres maestros de su tiempo. Sus peripecias de aquellos tiempos nos las cuenta Abelardo en su Historia de las calamidades, que él mismo compuso hacia el fin de sus días. En ella, descubrimos a un joven indudablemente dotado de una inteligencia superior, pero que de tal modo se enorgullece de esa inteligencia que va creándose enemigos por doquier. Y lo más notable es que, aun años más tarde, Abelardo puede relatar su historia sin darse cuenta de hasta qué punto él mismo ha sido uno de los principales causantes de sus propias calamidades. De escuela en escuela fue Abelardo, haciéndoles ver a todos sus maestros que no eran sino unos ignorantes charlatanes, y en algunos casos robándoles sus discípulos.

Por fin llegó a París, donde un canónigo de la catedral, Fulberto, le confió la instrucción de su sobrina Eloísa. Esta era una joven de extraordinarias dotes intelectuales, y pronto el maestro y su discípula se enamoraron. De aquellos amores nació un hijo a quien sus padres, en honor de uno de los más grandes adelantos de la ciencia de su tiempo, llamaron Astrolabio. Fulberto estaba enfurecido, y exigía que Abelardo y Eloisa se casaran. Abelardo estaba dispuesto a hacerlo, pero Eloísa se oponía por dos razones. En primer lugar, era la época en que el celibato eclesiástico se imponía por todas partes, y la enamorada joven temía que el matrimonio obstaculizase la carrera de su amante. En segundo lugar, temía que en el matrimonio su amor perdiese algo de su calidad. En ese tiempo comenzaba a popularizarse el concepto romántico del amor. Por toda Francia se paseaban los trovadores, y cantaban sus coplas de amores distantes e imposibles. Al reflejar aquel espíritu, Eloísa le decía a Abelardo: “Prefiero ser para ti, más bien que tuya”. A la postre decidieron casarse en secreto. Pero esto no satisfizo a Fulberto, que veía su honra manchada, y temía que Abelardo tratase de obtener una anulación del matrimonio. Una noche, mientras el infortunado amante dormía, unos hombres pagados por Fulberto penetraron en su cámara y le cortaron los órganos genitales. Tras tales acontecimientos, Eloísa se hizo monja, y su amante ingresó al monasterio de San Dionisio, en las afueras de París.

Pero en San Dionisio no tuvo mejor fortuna. Pronto escandalizó a sus compañeros de hábito al decir, con toda razón, que se equivocaban al pretender que su monasterio había sido fundado por el mismo Dionisio que había sido discípulo de Pablo en Atenas. Poco después un concilio reunido en Soissons condenó sus doctrinas acerca de la Trinidad, y lo obligó a quemar su escrito sobre ese tema. Por fin, hastiado de la compañía de sus semejantes, se retiró a un lugar desierto.

Pronto, sin embargo, se reunió alrededor de él un número de discípulos que habían oído acerca de su habilidad intelectual, y querían aprender de él. Entonces fundó una escuela a la que nombró El Paracleto. Pero Bernardo de Claraval, el monje cisterciense devoto de la humanidad de Cristo y predicador de la Segunda Cruzada, lo persiguió hasta su retiro. Bernardo no podía tolerar las libertades que Abelardo se tomaba al aplicar la razón a los más profundos misterios de la fe. Según el monje cisterciense, ese uso de la razón no mostraba sino una falta de fe. Gracias a los manejos de Bernardo, Abelardo fue condenado como hereje en el 1141. Cuando trató de apelar a Roma, descubrió que el papado estaba dispuesto a acatar la voluntad de su acérrimo enemigo. No le quedó entonces más remedio que desistir de la enseñanza y retirarse al monasterio de Cluny, cuyo abad, Pedro el Venerable, lo recibió con verdadera hospitalidad cristiana y le ayudó a reivindicar su buen nombre. Durante casi todo este tiempo, Abelardo sostuvo correspondencia con Eloísa, quien había fundado un convento cerca de El Paracleto. Cuando su antiguo amante y esposo murió en el 1142, a los sesenta y tres años de edad, Eloísa logró que sus restos fueran trasladados a El Paracleto.

La obra teológica de Abelardo fue extensa. Se le conoce sobre todo por su doctrina de la expiación, según la cual lo que Jesucristo hizo por nosotros no fue vencer al demonio, ni pagar por nuestros pecados, sino ofrecernos un ejemplo y un estímulo para que pudiéramos complir la voluntad de Dios. También fue importante su doctrina ética, que le prestaba especial importancia a la intención de una acción, más que a la acción misma.

Pero en cierto sentido lo que hace de Abelardo uno de los principales precursores del escolasticismo es su obra Sí y no. En ella planteaba 158 cuestiones teológicas, y luego mostraba que ciertas autoridades, tanto bíblicas como patrísticas, respondían afirmativamente mientras otras respondían en sentido contrario. El propósito de Abelardo no era restarles autoridad a la Biblia o a los antiguos escritores cristianos. Su propósito era más bien mostrar que no bastaba con citar un texto antiguo para resolver un problema. Había que ver ambos lados de la cuestión, y entonces aplicar la razón para ver cómo era posible compaginar dichos al parecer contradictorios.

El hecho de que Abelardo se limitó a la primera parte de esa tarea, y sencillamente citaba autoridades al parecer contradictorias, sin tratar de ofrecer soluciones, le ganó la mala voluntad de muchas personas. Pero el método que se proponía en esa obra fue el que, con ciertas variantes, siguieron todos los principales escolásticos a partir del siglo XIII. Por lo general ese método consiste en plantear una pregunta, citar después una lista de autoridades que parecen ofrecer una respuesta, y una lista de otras autoridades que parecen decir lo contrario, y entonces resolver la cuestión. En esa solución, el teólogo escolástico ofrece primero su respuesta, y luego explica por qué las diversas autoridades citadas en sentido contrario no se le oponen. A la postre, aun entre quienes lo consideraban hereje, Abelardo haría sentir el peso de su obra.

Los victorinos y Pedro Lombardo

Uno de los maestros de Abelardo, Guillermo de Champeaux, había sido profesor de la escuela catedralicia de París cuando decidió retirarse a las afueras de la ciudad, a la abadía de San Víctor. Hay quien sugiere que esa decisión se debió en parte a que, en un debate público, Abelardo lo hizo aparecer ridículo. En todo caso, en San Víctor Guillermo fundó una gran escuela teológica que estuvo bajo su dirección hasta que partió para ser obispo de Chalons-sur-Marne.

El sucesor de Guillermo, Hugo, fue el más célebre maestro de la escuela de San Víctor. El y su sucesor, Ricardo, combinaron una piedad profunda con la investigación teológica cuidadosa. De este modo, la escuela de San Víctor fue uno de los lugares donde se subsanó la vieja división entre los pensadores al estilo de Abelardo y los místicos como Bernardo. De haber continuado esa división, el escolasticismo nunca habría llegado a su cumbre, pues una de las características de los grandes maestros escolásticos fue precisamente su devoción sincera unida a la disciplina intelectual.

Pedro Lombardo, el pensador del siglo XII que más influyó sobre el XIII, tuvo relaciones estrechas con la escuela de San Víctor, y buena parte de su teología se deriva de ella. Natural de Lombardía, en el norte de Italia, Pedro pasó la mayor parte de su vida adulta en París. Allí fue estudiante de teología, y después llegó a ser profesor de la escuela catedralicia. En el 1159 fue hecho obispo de París, y murió al año siguiente.

La importancia de Pedro Lombardo se debe mayormente a su obra Cuatro libros de sentencias, comúnmente llamada Sentencias. Lo que hizo en ella fue sencillamente recopilar, como antes lo había hecho Pedro Abelardo, las sentencias de diversos autores acerca de toda una serie de cuestiones teológicas. Pero Pedro Lombardo no dejó las dudas para ser resueltas por sus lectores, sino que hizo un esfuerzo por responder a las dificultades planteadas por sentencias al parecer contradictorias. En todo esto, la obra de Lombardo no hacía más que seguir un modelo utilizado antes por otras personas.

Pero el valor de las Sentencias de Pedro Lombardo pronto las hizo descollar por encima de cualquier obra semejante. Parte de ese valor estaba en que, al estilo de Hugo y Ricardo de San Víctor, Pedro Lombardo hacía uso de los mejores métodos lógicos sin por ello abandonar la devoción. Además, en muchos casos sus soluciones a las dificultades planteadas daban muestra de su genio. Pero en ningún caso se utilizaba ese genio para contradecir o poner en duda la doctrina de la iglesia. En algunos, nuestro autor sencillamente se confesaba incapaz de responder definitivamente a una cuestión acerca de la cual la iglesia no se había pronunciado. Por todas estas razones, las Sentencias, al mismo tiempo que estimulaban el pensamiento teológico, decían poca cosa capaz de despertar la suspicacia de los elementos más conservadores. Aunque hubo dudas acerca de algunos detalles de sus doctrinas, a la postre las Sentencias fueron aceptadas como un excelente resumen de la teología cristiana.

La otra característica que contribuyó al éxito de esta obra fue su orden sistemático. El primer libro trata acerca de Dios, tanto en su unidad como en su Trinidad. El segundo va desde la creación hasta el pecado. Esto quiere decir que en él se incluye la angelología, la antropología o doctrina del ser humano, la gracia y el pecado. El tercero se ocupa de la “reparación”, es decir, del remedio que Dios ofrece para el pecado. Por tanto, comienza por estudiar la cristología y la redención, para después pasar a la doctrina del Espíritu Santo, sus dones y virtudes, y terminar discutiendo los mandamientos. Por último, el cuarto libro se dedica a los sacramentos y la escatología. En líneas generales, éste ha sido el orden que ha seguido la mayoría de los teólogos sistemáticos desde tiempos de Pedro Lombardo.

Todo esto no quiere decir que las Sentencias fuesen generalmente aceptadas sin oposición alguna. Hubo muchos teólogos que las criticaron por diversas razones. Aun más, a principios del siglo XIII hubo un movimiento que trataba de lograr su condenación. Pero esa oposición se debía a la gran popularidad que iban alcanzando. En la universidad de París uno de los seguidores de Lombardo, Pedro de Poitiers, comenzó a dictar cursos en los que comentaba las Sentencias, y tales cursos se fueron extendiendo por toda Francia, y después por el resto de la Europa occidental. Pronto el comentar las Sentencias se convirtió en uno de los diversos ejercicios que todo joven profesor debía cumplir antes de recibir su doctorado. Por ello, todos los grandes escolásticos a partir del siglo XIII compusieron comentarios sobre las Sentencias, que continuaron siendo el principal texto para el estudio de la teología católica hasta fines del siglo XVI.

Las universidades

Según hemos señalado repetidamente, el período que estamos estudiando se caracteriza, entre otras cosas, por el auge de las ciudades. Por esa razón, los estudios teológicos pronto se concentraron en los centros urbanos, y no en los monasterios, como antaño. En esos centros, primero surgieron las escuelas catedralicias, a cargo del obispo y el capítulo de la catedral. Pero pronto fueron surgiendo otras escuelas, que a la postre se unieron en cada ciudad en lo que se llamó el “estudio general”. De tales estudios generales surgieron las principales universidades de Europa.

Empero, al hablar de “universidades”, debemos aclarar que no se trataba al principio de instituciones como las que hoy reciben ese nombre. En esa época, los artesanos dedicados a ciertas ocupaciones se organizaban en gremios cuyo propósito era tanto defender los derechos de sus miembros como asegurarse de que la calidad de su trabajo fuese uniforme. Así, por ejemplo, si en una ciudad se comenzaba la construcción de una gran catedral, y venían picapedreros procedentes de diversas regiones, el gremio se aseguraba de que a cada cual se le diesen responsabilidades y salarios según su habilidad y experiencia.

De igual modo, las universidades no eran en sus inicios instituciones de enseñanza superior, sino gremios de estudiantes y profesores, cuya función era tanto defender los intereses comunes a todos ellos como certificar el grado de preparación que cada cual alcanzaba. Por ello, una de las características principales de tales universidades era que sus maestros gozaban del jus ubique docendi: el derecho de enseñar en todas partes.

Las universidades más antiguas se remontan a fines del siglo XII, cuando las escuelas de ciudades tales como París, Oxford y Salerno lograron gran auge. Pero fue el siglo XIII el que vio el crecimiento pleno de las universidades. Aunque en todas ellas se estudiaban los conocimientos básicos de la época, pronto algunas se hicieron famosas en un campo particular de estudios. Quien quería estudiar medicina, hacía todo lo posible por ir a Montpelier o a Salerno, mientras que Ravena, Pavía y Bolonia eran famosas por sus facultades de derecho, y París y Oxford por sus estudios de teología. En España, la más famosa universidad fue la de Salamanca, fundada en el siglo XIII por Alfonso X el Sabio.

Quienes deseaban dedicarse al estudio de la teología debían ingresar primero en la Facultad de Artes, donde pasaban varios años estudiando filosofía y letras. Después ingresaban a la Facultad de Teología, donde comenzaban como “oyentes”, y progresivamente podían llegar a ser “bachilleres bíblicos”, “bachilleres sentenciarios”, “bachilleres formados”, “maestros licenciados” y “doctores”. En el siglo XIV este proceso llegó a ser tan complicado que para completarlo se necesitaban dieciséis años de estudios, después de haberse graduado de la Facultad de Artes.

La mayor parte de los ejercicios académicos consistía en comentarios sobre la Biblia o las Sentencias, sermones y disputas. Estas últimas eran el ejercicio escolástico por excelencia. Las había de dos clases: ordinarias y cuodlibéticas. La diferencia radicaba en el proceso mediante el cual se escogía el tema a ser discutido. Pero aparte de esto las dos seguían el mismo método. Este consistía en plantear una cuestión debatible, y darles oportunidad a los presentes de expresar razones por las que debía responderse en un sentido o en otro. Se compilaba así una lista de opiniones y autoridades al parecer contradictorias, al estilo del Sí y no de Abelardo.

Entonces se le daba al maestro tiempo para preparar su respuesta, pues en la próxima sesión tendría que exponer su propia opinión, y mostrar que las diversas razones aducidas en sentido opuesto no la contradecían. Este método se generalizó hasta tal punto, que los comentarios sobre las Sentencias tomaron la misma forma, y Santo Tomás de Aquino lo adoptó en sus dos obras principales de teología sistemática, la Suma contra gentiles y la Suma teológica.

El reto de Aristóteles

Como hemos dicho anteriormente, al tiempo que la Europa cristiana trataba de salir de la “era de las tinieblas”, la España musulmana gozaba de una civilización floreciente. Allí fueron a beber los cristianos sedientos de conocimientos en campos tan diversos como la medicina, la matemática, la astronomía y la filosofía. Además, las cruzadas, al establecer contactos más estrechos con el Imperio Bizantino, también hicieron llegar a Europa occidental parte de los conocimientos de la antigüedad que se habían conservado en Constantinopla. De todos estos conocimientos, los que produjeron el sacudimiento más fuerte en la teología cristiana fueron los que se referían a la filosofía aristotélica.

Desde mediados del siglo II, en la obra de Justino Mártir, la teología cristiana había establecido una alianza con la filosofía platónica. Particularmente en la iglesia de habla latina, las obras de otros filósofos de la antigüedad fueron olvidadas, y se pensó que la verdadera filosofía era la de Platón y sus seguidores, y que esa filosofía proveía el mejor medio intelectual para entender la fe cristiana. Esto se debió en gran parte a la obra de San Agustín, quien, como hemos dicho, encontró en la filosofía neoplatónica la respuesta a muchas de las dudas que había tenido con respecto a algunas doctrinas cristianas.

Pero ahora la Europa occidental comenzaba a descubrir una filosofía que difería de la platónica en algunos puntos fundamentales. Esto se debía en parte a las diferencias que habían existido siempre entre el platonismo y el aristotelismo, y en parte al modo en que Averroes interpretaba a Aristóteles. En todo caso, pronto hubo buen número de filósofos, especialmente en la Facultad de Artes de París, que decían que la filosofía de Aristóteles era indudablemente superior, y enseñaban esa filosofía más bien que la platónica. Es de suponerse que esto les creaba dificultades a los teólogos, acostumbrados como estaban a pensar en otros términos.

En París, el partido aristotélico llegó a sostener posiciones absolutamente inaceptables para la iglesia. Estas posiciones eran las que hemos descrito al final del capítulo V, al exponer las doctrinas de Averroes: la independencia de la filosofía frente a la teología, la eternidad del mundo, y la unidad de todas las almas. Quienes sostenían estas posiciones recibieron el nombre de “averroístas latinos”, y produjeron tal revuelo que pronto se prohibió el estudio de Aristóteles, aunque esa prohibición nunca se aplicó con todo rigor.

¿Cuál debería ser la actitud de los cristianos ante la nueva filosofía? Esta fue la principal cuestión que se debatió en el siglo XIII. La mayoría de los teólogos respondió, o bien rechazando de plano todo lo que Aristóteles pudiera enseñar, o bien aceptando sólo algunos elementos secundarios de su doctrinas. Unos pocos vieron los valores positivos del aristotelismo, y se dedicaron a aplicarlos a la teología cristiana, aunque sin abandonar la doctrina de la iglesia. Como representante de la posición relativamente conservadora, discutiremos brevemente a San Buenaventura, y después pasaremos a exponer los principios fundamentales de la otra posición, según tomaron forma en Santo Tomás de Aquino.

San Buenaventura

Juan de Fidanza era su nombre, y nació en Bañorea, Italia, en el 1221. Se dice que cuando era niño enfermó gravemente, y su madre se lo prometió a San Francisco (quien había muerto poco antes), y le dijo que si salvaba a su hijo éste sería franciscano. Cuando el niño sanó, la madre dijo: “¡Oh, buena ventura!” Y de ese incidente se deriva el nombre por el que la posteridad lo conoce.

Buenaventura hizo sus estudios universitarios en París, y fue también allí donde tomó el hábito franciscano. En el 1253, después de pasar varios años dando conferencias y comentando sobre las Escrituras y las Sentencias, recibió el doctorado. Cuatro años después los franciscanos lo eligieron como ministro general, cargo que ocupó con gran distinción hasta el 1274. Era la época de la lucha con los franciscanos “espirituales”, y la firmeza y moderación de Buenaventura le han valido el título de “segundo fundador de la orden”.

En el 1274 fue hecho cardenal, y por ello renunció a su posición como ministro general. Se cuenta que, cuando le dieron aviso del honor que acababa de recibir, estaba ocupado en la cocina del convento, y le dijo al mensajero: “Gracias, pero estoy ocupado. Por favor, cuelga el capelo en el arbusto que hay en el patio”. Por esa razón, uno de los símbolos de Buenaventura es un capelo cardenalicio colgado de un arbusto. A los pocos meses de recibir este honor, Buenaventura murió, mientras asistía al Concilio de Lión.

Buenaventura, a quien se le ha dado también el nombre de “Doctor Seráfico”, era ante todo un hombre de profunda piedad. Quien lee sus obras de teología sistemática, sin leer las que tratan acerca de los sufrimientos de Cristo, pierde lo mejor de ellas. Y quien lee sus escritos sistemáticos y conoce la profundidad de su devoción ve en ellos dimensiones que de otro modo pasarían inadvertidas. Este es el sentido de una de las muchas leyendas acerca de él, según la cual cuando su amigo Santo Tomás de Aquino le pidió que lo llevase a la biblioteca de donde tomaba tanta sabiduría, Buenaventura le mostró un crucifijo y le dijo: “He ahí la suma de mi sabiduría”.

La teología del Doctor Seráfico es típicamente franciscana, por cuanto es ante todo “teología práctica”. Esto no quiere decir que se trate de una teología utilitaria, que sólo se interesa en lo que tiene aplicación directa, sino que su propósito principal es llevar a la bienaventuranza, a la comunión con Dios. Los primeros maestros franciscanos, siguiendo en ello al fundador de su orden, no tenían mucha paciencia con la especulación ociosa. Para ellos el propósito de la vida humana era la comunión con Dios, y la teología no era sino un instrumento para llegar a ese fin.

Además, siguiendo en ello la tradición establecida en su época, Buenaventura era agustiniano. El Santo de Hipona era su principal mentor teológico. Esto puede verse particularmente en el modo en que el Doctor Seráfico entiende el conocimiento humano. Este no se logra mediante los sentidos o la experiencia sino mediante la iluminación directa del Verbo divino, en que están las ideas ejemplares de todas las cosas.

Por esas razones, Buenaventura no se mostró muy dispuesto recibir las nuevas ideas filosóficas, con su inspiración aristotélica y lo que le parecía ser su inclinación racionalista. Como Anselmo había dicho mucho antes, Buenaventura creía que para entender era necesario creer, y no viceversa. Así, por ejemplo, la doctrina de la creación nos dice cómo hemos de entender mundo, y guía nuestra razón en ese entendimiento. Precisamente por no conocer esa doctrina Aristóteles afirmó la eternidad del mundo. Dicho de otro modo, Cristo, el Verbo, es el único maestro, en quien se encuentra toda sabiduría, y por tanto todo intento de conocer cosa alguna aparte de Cristo equivale a negar el centro mismo del conocimiento que se pretende tener.

En todo esto, Buenaventura no era sobremanera original. Ese no era su propósito. Lo que él pretendía hacer, e hizo con gran habilidad, era mostrar que la teología tradicional, y sus fundamentos agustinianos, eran todavía válidos, y que no era necesario capitular ante la nueva filosofía, como lo hacían los “arroístas latinos”.

Santo Tomás de Aquino

Quedaba empero otra alternativa, que no era la de los “averroístas” ni la de los agustinianos tradicionales. Esa alternativa consistía en explorar las posibilidades que la nueva filosofía ofrecía de llegar a un mejor entendimiento de la fe cristiana. Este fue el camino que siguieron Alberto el Grande y su discípulo Tomás de Aquino.

Alberto, a quien pronto se le dio el título de “el Grande”, pasó la mayor parte de su carrera académica en las universidades de París y Colonia, aunque esa carrera se vio interrumpida repetidamente por los muchos cargos que ocupó en la iglesia, y las diversas tareas que se le asignaron. En el campo de la teología, Alberto tuvo la osadía de dedicarse a estudiar un sistema filosófico que la mayoría de los teólogos de su tiempo consideraba incompatible con el cristianismo. Aunque su obra no llegó a cristalizar en una síntesis coherente, sí sirvió para abrirle el camino a Tomás, su discípulo.

Como hemos dicho, una de las cuestiones que se debatían entre los filósofos de la Facultad de Artes de París era la de la relación entre la fe y la razón, o entre la teología y la filosofía. Mientras los “averroístas” decían que la razón era completamente independiente de la fe, los teólogos tradicionales decían que la razón no podía proceder a la investigación filosófica sin el auxilio de la fe.

Frente a estas dos posiciones, Alberto estableció una clara distinción entre la filosofía y la teología. La filosofía parte de principios autónomos, que pueden ser conocidos aun aparte de la revelación, y sobre la base de esos principios, mediante un método estrictamente racional, trata de descubrir la verdad. El verdadero filósofo no pretende probar lo que su mente no alcanza a comprender, aun cuando se trate de una verdad de fe. El teólogo, por otra parte, sí parte de verdades que son reveladas, y que no pueden descubrirse mediante el solo uso de la razón. Esto no quiere decir que las doctrinas teológicas sean menos seguras que las filosóficas, sino todo lo contrario, porque los datos de la revelación son más seguros que los de la razón, que puede errar. Quiere decir, además, que el filósofo, siempre y cuando permanezca en el ámbito de lo que la razón puede alcanzar, ha de tener libertad para proseguir su investigación, sin tener que acatar a cada paso las órdenes de la teología.

Esto puede verse en el modo en que Alberto trata acerca de la cuestión de la eternidad del mundo. Como filósofo, confiesa que no puede demostrar que el mundo fue creado en el tiempo. Lo más que puede ofrecer son argumentos de probabilidad. Pero como teólogo sabe que el mundo fue hecho de la nada, y que no es eterno. Se trata entonces de un caso en el que la razón por sí sola no puede alcanzar la verdad. Y tanto el filósofo que trate de probar la eternidad del mundo, como el que trate de probar su creación de la nada, son malos filósofos, pues desconocen los límites de la razón.

Antes de pasar a estudiar la vida y obra de Santo Tomás de Aquino, conviene señalar un dato interesante con respecto Alberto. Sus estudios de zoología, botánica y astronomía fueron extensísimos, y carecían de verdadero precedente en Edad Media. Esto no fue pura coincidencia, sino que se debía a la inspiración aristotélica de su filosofía. Si, como Aristóteles decía, todo conocimiento comienza en los sentidos, resulta importante estudiar el mundo que nos rodea, y aplicarle nuestras más agudas habilidades de percepción.

Alberto el Grande era dominico, y también lo fue su discípulo más famoso, Santo Tomás de Aquino. Nacido alrededor del 1224 en las afueras de Nápoles, Tomás procedía de una familia noble. Todos sus hermanos y hermanas llegaron a ocupar altas posiciones en la sociedad italiana de su época. A Tomás, que era el más joven, sus padres le habían deparado la carrera eclesiástica, con la esperanza de que llegara a ocupar algún cargo de poder y prestigio, como el de abad de Montecasino. Tenía cinco años de edad cuando fue colocado en ese monasterio, aunque nunca tomó el hábito de los benedictinos. A los catorce, fue a estudiar a la universidad de Nápoles, donde por primera vez conoció la filosofía aristotélica. Todo esto era parte de la carrera que sus padres y familiares habían proyectado para él.

Pero en el 1244 decidió hacerse dominico. Eran todavía los primeros años de la nueva orden, cuyos frailes mendicantes eran mal vistos por la gente adinerada. Por ello, su madre y sus hermanos (su padre había muerto poco antes) hicieron todo lo posible por obligarlo a abandonar su decisión. Cuando la persuasión no tuvo éxito, lo secuestraron y encarcelaron en el viejo castillo de la familia. Allí estuvo recluido por más de un año, mientras sus hermanos lo amenazaban y trataban de disuadirlo mediante toda clase de tentaciones.

Por fin escapó, terminó su noviciado entre los dominicos, y fue a estudiar a Colonia, donde enseñaba Alberto el Grande. Quien lo conoció entonces, no pudo adivinar el genio que dormía en él. Era grande, grueso y tan taciturno que sus compañeros se burlaban de él llamándolo “el buey mudo”. Pero poco a poco a través de su silencio brilló su inteligencia, y la orden de los dominicos se dedicó a cultivarla. Con ese propósito pasó la mayor parte de su vida en círculos universitarios, particularmente en París, donde fue hecho maestro en el 1256.

Su producción literaria fue extensísima. Sus dos obras más conocidas son la Suma contra gentiles y la Suma teológica. Pero además de ello produjo un comentario sobre las Sentencias, varios sobre las Escrituras y sobre diversas obras de Aristóteles, un buen número de tratados filosóficos, las consabidas “cuestiones disputadas”, y un sinnúmero de otros escritos. Murió en el 1274, cuando apenas contaba cincuenta años de edad, y su maestro Alberto vivía todavía.

No podemos repasar aquí toda la filosofía y la teología “tomista” (se le da ese nombre a la escuela que él fundó). Baste tratar acerca de la relación entre la fe y la razón, de sus pruebas de la existencia de Dios, y de la importancia de su obra en siglos posteriores.

En cuanto a la relación entre la fe y la razón, Tomás sigue la pauta trazada por Alberto, pero define su posición más claramente. Según él, hay verdades que están al alcance de la razón, y otras que la sobrepasan. La filosofía se ocupa sólo de las primeras. Pero la teología no se ocupa sólo de las últimas. Esto se debe a que hay verdades que la razón puede demostrar, pero que son necesarias para la salvación. Puesto que Dios no limita la salvación a las personas que tienen altas dotes intelectuales, tales verdades necesarias para la salvación, aun cuando la razón puede demostrarlas, han sido reveladas. Luego, tales verdades pueden ser estudiadas tanto por la filosofía como por la teología.

Tomemos por ejemplo la existencia de Dios. Sin creer que Dios existe no es posible salvarse. Por ello, Dios ha revelado su propia existencia. La autoridad de la iglesia basta para creer en la existencia de Dios. Nadie puede excusarse y decir que se trata de una verdad cuya demostración requiere gran capacidad intelectual. La existencia de Dios es un artículo de fe, y la persona más ignorante puede aceptarla sencillamente sobre esa base. Pero esto no quiere decir que esa existencia se halle por encima de la razón. Esta puede demostrar lo que la fe acepta. Luego, la existencia de Dios es tema tanto para la teología como para la filosofía, aunque cada una de ellas llega a ella por su propio camino. Y aun más, la investigación racional nos ayuda a comprender más cabalmente lo que por fe aceptamos.

Esa es la función de las famosas cinco vías que Santo Tomás sigue para probar la existencia de Dios. Todas estas vías son paralelas, y no es necesario seguirlas todas. Baste decir que todas ellas comienzan con el mundo que conocemos mediante los sentidos, y a partir de él se remontan a la existencia de Dios. La primera vía, por ejemplo, es la del movimiento, y dice sencillamente que el movimiento del mundo ha de tener una causal inicial, y que esa causa es Dios.

Lo que resulta interesante es comparar estas pruebas de la existencia de Dios con la de Anselmo que hemos expuesto más arriba en este capítulo. El argumento de Anselmo desconfía de los sentidos, y parte por tanto de la idea del Ser Supremo. Los de Tomás siguen una ruta completamente distinta, puesto que parten de los datos de los sentidos, y de ellos se remontan a la idea de Dios. Esto es consecuencia característica de la inspiración platónica de Anselmo frente a la aristotélica de Tomás. El primero cree que el verdadero conocimiento se encuentra exclusivamente en el campo de las ideas. El segundo cree que ese conocimiento parte de los sentidos.

La importancia de Santo Tomás para el curso posterior de la teología fue enorme, debido en parte a la estructura de su pensamiento, pero sobre todo al modo en que supo unir la doctrina tradicional de la iglesia con la nueva filosofía.

En cuanto a lo primero, la Suma teológica se ha comparado a una vasta catedral gótica. Como veremos en el próximo capítulo, las catedrales góticas llegaron a ser imponentes edificios en los que cada elemento de la creación, desde el infierno hasta el cielo, tenía su lugar, y en que todos los elementos existían en perfecto equilibrio. De igual modo, la Suma teológica es una imponente construcción intelectual. Aun quien no concuerde con lo que Tomás dice en ella, no podrá negarle su belleza arquitectónica, su simetría en la que todo parece caer en su justo lugar.

Empero la importancia de Tomás se debe sobre todo al modo en que supo hacer uso de una filosofía que otros veían como una seria amenaza a la fe, y que él convirtió en un instrumentO en manos de esa misma fe. Durante siglos, la orientación platónica había dominado la teología de la iglesia occidental, a consecuencia de un largo proceso que hemos ido narrando en el curso de nuestra historia. Pero en todo caso, después que la teología de Agustín se impuso en el Occidente, junto a ella se impuso la filosofía platónica.

Esa filosofía tenía grandes valores para el cristianismo, sobre todo en sus primeras luchas contra los paganos. En ella se hablaba de un Ser Supremo único e invisible. En ella se hablaba de otro mundo, superior a éste que perciben nuestros sentidos. En ella se hablaba, en fin, de un alma inmortal, que el fuego y las fieras no podían destruir.

Pero el platonismo también encerraba graves peligros. El más serio de ellos era la posibilidad de que los cristianos se desentendieran cada vez más del mundo presente, que según el testimonio bíblico es creación de Dios. También existía el peligro de que la encarnación, la presencia de Dios en un ser humano de carne y hueso, quedara relegada a segundo plano, pues la perspectiva platónica llevaba a quienes la seguían a interesarse, no por realidades temporales, que pudieran colocarse en un momento particular de la historia humana, sino más bien en las verdades inmutables. Como personaje histórico, Jesucristo tendía entonces a desvanecerse, mientras la atención de los teólogos se centraba en el Verbo eterno de Dios.

El advenimiento de la nueva filosofía amenazaba entonces buena parte del edificio que la teología tradicional había construido con la ayuda del platonismo. Por ello fueron muchos los que reaccionaron violentamente contra Aristóteles, y prohibieron que se leyeran sus libros o se enseñaran sus doctrinas. Esta era una reacción normal por parte de quienes veían peligrar su modo de entender la fe. Y sin embargo, la teología que Tomás propuso, aun en medio de la oposición de casi toda la iglesia de su tiempo, a la postre fue reconocida como mejor expresión de la doctrina cristiana.

Testimonios de piedra            

Siempre he estado convencido de que cuanto hay de más precioso y sublime ha de dedicarse ante todo a la administración de la santa eucaristía [… ] Si por algún milagro fuésemos transformados en serafines y querubines, aun entonces no podríamos ofrecer servicio digno y suficiente para una Víctima tan grande e inefable.

Sugerio de San Dionisio

Los siglos que expresaron sus altos ideales en movimientos de reforma monástica y papal, en la empresa de las cruzadas, y en la teología de los escolásticos, los expresaron también en los edificios que dedicaron al servicio de Dios. De igual modo que la “era de los mártires” nos legó su testimonio escrito en sangre, la “era de los altos ideales” nos ha dejado el suyo escrito en piedra. En una época utilitaria como la nuestra, en la que el valor de las cosas se mide a base del provecho inmediato que puedan producir, aquellas iglesias construidas por nuestros antepasados en la fe nos recuerdan que hay otros modos de ver la vida y sus valores. Vistas desde nuestra perspectiva, aquella era y las personas que en ellas vivieron dejan mucho que desear; pero vistas a la luz de aquellas iglesias y de su testimonio, también nuestra era y nuestra dedicación dejan mucho que desear.

Las iglesias de la Edad Media tenían dos propósitos principales, uno didáctico y otro cúltico. El propósito didáctico se entiende si recordamos que era una época en que escaseaban los libros, y también quienes supieran leerlos. Dada esa situación las iglesias se volvieron los libros de los analfabetos. En ellas se trataba de presentar la totalidad de la historia bíblica, la vida de los grandes mártires de la iglesia, los vicios y virtudes, las leyendas pías, y todo cuanto pudiera ser útil a la vida religiosa de los fieles. Si a nosotros hoy muchas de esas antiguas iglesias nos confunden, esto se debe en parte a que no sabemos leer su simbolismo. Pero quienes vivieron en aquella época conocían los más mínimos detalles de su iglesia, donde sus padres y abuelos les habían explicado y narrado desde niños las historias maravillosas de los Evangelios, de los santos y las virtudes, que ellos a su vez habían oído de generaciones anteriores.

El propósito cúltico de esas mismas iglesias se encuentra expresado en la cita que encabeza el presente artículo. A través de la “era de las tinieblas”, se había desarrollado un concepto de la comunión que la relacionaba con la Crucifixión más bien que con la Resurrección, al mismo tiempo que se había llegado a pensar que en el acto de la consagración el pan dejaba de ser pan, y el vino dejaba de ser vino, para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo. En su forma explícita, este modo de ver la comunión es la llamada doctrina de la “transubstanciación”, que no fue oficialmente promulgada sino en el IV Concilio Laterano, en el 1215. Pero desde mucho antes de su declaración oficial, era la opinión común del pueblo y el clero. Además, se llegó a pensar que la celebración de la comunión era en cierto sentido una repetición del sacrificio de Cristo, quien no sufría en él, pero cuyos méritos se aplicaban directamente a los presentes y a las personas en cuyo nombre se decía la misa.

Todo esto quería decir que la iglesia en la que se celebraba un acto tan portentoso debía ser digna de él. La iglesia no era sencillamente un lugar de reunión, ni un lugar donde los fieles adoraban a Dios. La iglesia era el lugar en que el Gran Milagro tenía lugar, y donde se guardaba el cuerpo de Cristo (la hostia consagrada) aun cuando los fieles no estuvieran presentes. Luego, lo que una ciudad o aldea tenía en mente al construir una iglesia era edificar un estuche donde guardar y honrar su Joya mas preciada.

La arquitectura románica

Al iniciarse la “era de los altos ideales”, y durante buena parte de ella, la arquitectura más común era la que los historiadores llaman “románica”. En ese estilo, la planta de las iglesias era por lo general la misma de las basílicas que hemos discutido anteriormente. Consistían en una gran nave, frecuentemente con otras naves paralelas, y dos alas transversales, que le daban a la planta la forma de cruz. Por último, al extremo frente a la puerta principal, el ábside semicircular rodeaba el altar. La modificación más importante que el estilo románico introdujo en esa planta fue prolongar el extremo de la iglesia donde se encontraba el ábside. Esto se hizo porque, a partir del siglo VI, se había ido introduciendo una distinción cada vez más exagerada entre el clero y el pueblo, al tiempo que la participación de éste último en el culto se volvía cada vez más pasiva, y los coros de monjes o canónigos ocupaban su lugar. La reforma de Cluny, por ejemplo, al tiempo que hizo más austera la vida en los monasterios, complicó la liturgia hasta tal punto que sólo los monjes que se dedicaban exclusivamente a ella podían seguirla y cantar todos los salmos e himnos. Recuérdese además que era imposible que todos los presentes tuvieran himnarios u órdenes de culto. Por tanto, cuando los himnos eran más de los que una persona promedio podía memorizar, los únicos que podían cantar eran los monjes o canónigos que formaban el coro. Frente a éstos se encontraba el facistol, un gran atril en el que se colocaban los libros litúrgicos, escritos en letras de suficiente tamaño para ser leídas a cierta distancia.

Las antiguas basílicas tenían techos de madera, y el arte románico colocó en su lugar techos de piedra. El modo característico en que esos techos se sostenían era la “bóveda de cañón”. Esta no era sino un arco de medio punto repetido tantas veces como fuera necesario para formar una bóveda. El arco de medio punto es un semicírculo de piedra, construido de tal modo que el peso de las piedras de arriba se transmite en un empuje lateral más bien que vertical (véase la figura). Luego, para sostener tal arco, o una bóveda edificada del mismo modo, es necesario asegurarse de que las paredes no se abran. De ahí las gruesas paredes que caracterizan la arquitectura románica.

Dada la necesidad de reforzar las paredes laterales, la luz interior era escasa. Parte de esto se remediaba frecuentemente mediante ventanas en la fachada y en el ábside. En muchos casos, la principal fuente de luz era un gran ventanal en forma de rosetón, colocado directamente encima de la puerta principal.

Las ventanas en las paredes laterales tenían que ser pequeñas a fin de no debilitar la estructura, que muchas veces se reforzaba mediante contrafuertes (gruesos muros exteriores, perpendiculares a las paredes, que contrarrestaban el empuje lateral de las bóvedas). El arco de medio punto se utilizaba profusamente en la arquitectura románica. En muchos casos, una serie decreciente de tales arcos enmarcaba la puerta, lo que producía un efecto sumamente artístico, como puede verse, por ejemplo, en la iglesia de San Pedro, en Avila. En otros casos se utilizaba el arco de medio punto para adornar el exterior de la iglesia, como en la catedral de Pisa.

Cuando los arcos se apoyaban en columnas, los capiteles, en lugar de seguir los estilos clásicos de Grecia y Roma, eran grandes piedras en las que se esculpían animales, figuras mitológicas, escenas religiosas, y otros temas. A fin de romper la monotonía de la piedra, tales esculturas se pintaban de diversos colores.

En contraste con las antiguas basílicas, las iglesias románicas tenían una torre o campanario. Al principio tal torre era un edificio aparte, como la famosa torre inclinada de Pisa. Pero pronto comenzó a construirse como parte del edificio principal.

La impresión general que el estilo románico produce, sobre todo en sus formas menos elaboradas, es la de una gran solidez. La ornamentación es sobria. El espesor de las paredes, los pesados contrafuertes, las ventanas pequeñas y la escasa elevación del edificio en proporción a la planta parecen servir de marco ideal al espíritu grave y recio de personajes de la época, tales como el Cid, Hildebrando y Pedro el Venerable.

La arquitectura gótica

A mediados del siglo XII surgió un nuevo estilo arquitectónico, al que se ha dado el nombre de “gótico”. Ese nombre le fue dado en una época en que se pensaba que toda la Edad Media no había sido más que un período de barbarie, y por lo tanto su principal logro artístico fue llamado “gótico”, es decir, procedente de los godos. Cuando los historiadores cambiaron su opinión acerca de la edad media, ese nombre estaba tan generalizado que ha continuado utilizándose, aunque no ya con un sentido despectivo.

A pesar de las muchas diferencias entre ambos estilos, el gótico le debe buena parte de su origen al románico. La planta de las iglesias góticas es generalmente la misma de las románicas, aunque con el correr de los años se fue haciendo más compleja. Sus techos son también bóvedas de piedra, aunque construidas siguiendo un principio distinto al de las bóvedas de cañón.

Mucho se ha discutido acerca de los orígenes del gótico, y si se trata del resultado de nuevas técnicas, o de ideales distintos en cuanto a la belleza arquitectónica. Lo cierto parece ser que en la creación y desarrollo del gótico se conjugó un nuevo gusto con la posibilidad de expresarlo en piedra.

Esa posibilidad se debe sobre todo a la bóveda de aristas, que a la postre dio lugar a la de ojivas. La bóveda de aristas era en sus orígenes una variante de la bóveda de cañón. Pero en lugar de consistir en una serie de arcos de medio punto que se seguían unos a otros, para formar una gran bóveda de forma cilíndrica, consistía en dos series de arcos que se entrecruzaban perpendicularmente. De ese modo, el peso no recaía sobre dos largas paredes laterales, sino sobre las cuatro columnas de las esquinas. Al repetir ese proceso varias veces, se podía construir una larga nave cuyo techo descansaba, no sobre dos paredes, sino sobre dos series de columnas. Naturalmente, el empuje lateral sobre esas columnas era grande, pues sobre ellas se concentraba toda la fuerza que antes recibían dos pesadas paredes. Para contrarrestarlo se hacían necesarios contrafuertes aún mayores que los anteriores.

Empero el gótico se caracterizó también por un arco distinto del románico. Mientras el románico se basaba en el arco de medio punto, el gótico se basó en el ojival, en el que dos arcos de círculos distintos se entrecortaban para terminar en punta, como el ojo humano. Sobre la base de ese arco se produjo la bóveda de ojivas, semejante a la de aristas anterior, pero que podía ser mucho más alta sin aumentar el empuje lateral sobre las columnas. Al colocar tales bóvedas en serie, se hacía posible construir largas naves de altos techos, apoyados sólo sobre columnas relativamente delgadas. Las aristas de tales bóvedas se hacían resaltar con nervios de piedra, que continuaban a lo largo de la columna hasta el suelo, y que así le daban a todo el edificio una impresión de gran verticalidad. Con ese mismo propósito, las columnas se hicieron mucho más altas que las románicas, y por tanto los capiteles, lejos del alcance de la vista, perdieron la importancia decorativa que antes habían tenido.

Puesto que todo el edificio descansaba sobre las columnas, las paredes se hicieron menos necesarias como elementos de soporte, y se hizo posible perforarlas con grandes ventanales, que se cubrían con vidrieras de colores. El período románico había usado anteriormente la vidriería, pero debido al tamaño limitado de las ventanas no había podido hacer gran uso de ella. El gótico, con sus nuevas posibilidades, le dio rienda suelta a ese arte, que pronto produjo obras maestras. Millares de pedazos de vidrio de variados matices se unían mediante un esqueleto de plomo, para producir escenas en las que aparecían los grandes personajes de ambos testamentos, los mártires de la iglesia, los ilustres doctores, los vicios, las virtudes y un sinnúmero de símbolos cristianos. Además de su efecto directo, las vidrieras góticas le daban al edificio una iluminación clara y a la vez sobrecogedora.

Quedaba todavía el problema del enorme empuje lateral que las altas bóvedas ejercían sobre las columnas. En el románico, ese problema se había resuelto mediante contrafuertes exteriores, adosados a las paredes. El gótico, en su afán de subrayar la verticalidad del edificio, separó los contrafuertes de la pared, uniéndolos a ella mediante arcos que se apoyan precisamente en los puntos en que el empuje lateral es mayor. Esos arcos exteriores, o “arbotantes”, son otra de las características esenciales del gótico.

Todo el conjunto se decoró entonces con una serie de otros elementos que subrayaban las líneas verticales, o que servían para darle el aspecto frágil de un encaje. Las fachadas se decoraron con altas torres en las que predominaba también la forma ojival, y que terminaban en puntas que se dirigían hacia el cielo. En el centro del edificio se añadió frecuentemente otra torre o “flecha”, con igual apariencia e intención. Los arbotantes se adornaron con “gárgolas”, figuras de animales o de monstruos por cuya boca los techos desaguaban. Las puertas también se decoraron con arcos ojivales en serie decreciente, como se había  hecho antes en el románico con arcos de medio punto. El resultado final era, y es aún hoy, imponente. La piedra parecía cobrar una ligereza inusitada, y elevarse al cielo. Todo el edificio, tanto en su exterior como en su interior, era un enorme libro en donde se encontraban reflejados todos los misterios de la fe y los seres de la creación. El ambiente interior, con sus largas y esbeltas naves, columnas que parecían perderse en las alturas, ventanales policromos, y juego de luces, parecía ser el trasfondo adecuado para el gran misterio eucarístico que allí tenía lugar.

En las catedrales góticas, los altos ideales de la época se plasmaron en piedra, y dejaron su testimonio para los siglos por venir. Casos hubo como el de la catedral de Beauvais, cuya bóveda se desplomó cuando el ideal de la verticalidad llevó a los arquitectos a tratar de elevarla más allá de los límites trazados por las leyes físicas. Y quizá ese esfuerzo fallido fue símbolo de los tiempos, cuando los altos ideales de Hildebrando, Francisco, y otros tropezaban con la resistencia de la naturaleza humana.

La cumbre del papado        

Tú eres tanto el heredero como la herencia del mundo. [… ] Pero creo que lo que has recibido no es su posesión, sino su administración. [… ] Lo que más temo que pueda sucederte no es el veneno o la espada, sino los deseos de señorear.

Bernardo de Claraval a Eugenio Ill

En el capítulo III seguimos la historia del papado y sus conflictos con el poder imperial, hasta el momento en que Calixto II y Enrique V llegaron al Concordato de Worms. Calixto murió en el 1124, y Enrique en el 1125. Puede decirse que a partir de entonces el papado irá engrandeciendo su poder, al mismo tiempo que el del Imperio se irá eclipsando. Ese proceso, empero, no será continuo, sino que cada partido tendrá sus fluctuaciones, hasta que el papado llegue a la cumbre de su poder con Inocencio III.

El papado bajo el ala de San Bernardo

A la muerte de Calixto, dos poderosas familias romanas, los Frangipani y los Pierleoni, se disputaron el poder. Cada una eligió su propio papa, pero afortunadamente el candidato de los Pierleoni renunció a fin de evitar el cisma. El papa restante, Honorio II, se aseguró de la legitimidad de su elección al renunciar a su vez, para ser elegido de nuevo por los cardenales. Poco después, al morir Enrique V, el trono imperial quedó vacante, y la sucesión en disputa. Honorio apoyó a Lotario de Sajonia, quien prometía respetar el Concordato de Worms.

Cuando a la postre la paz del Imperio se restauró, el papado quedó en buena posición, pues el Emperador le debía a Honorio buena parte de su éxito.

Empero la muerte de Honorio trajo un nuevo cisma. Un grupo de cardenales eligió a Inocencio II, mientras otro (al parecer la mayoría) nombró a Anacleto II. Este último contaba con el apoyo de los Pierleoni y del duque de Sicilia. Inocencio, por su parte, era el papa de los Frangipani y del Emperador. Ambos partidos se apresuraron a buscar el reconocimiento de los demás países.

En Francia, el rey Carlos el Gordo convocó un concilio que se reunió en Etampes, y que pronto requirió la presencia del famoso abad de Claraval, Bernardo. Este acudió en obediencia al mandato del Rey y los prelados, quienes entonces le declararon que habían decidido unánimemente confiarle a él la decisión acerca de quién era el papa legítimo. Sobre el monje que había deseado dedicarse a la vida contemplativa de María recaían ahora las más graves responsabilidades de Marta. Bernardo falló a favor de Inocencio, y todo el reino aceptó su decisión.

Cuando huyó de Roma, donde el poder de los Pierleoni era una amenaza constante, Inocencio fue a Francia, donde fue recibido con toda pompa por el Rey. Aquel exilio del Papa en Francia era uno de los primeros atisbos de lo que sucedería siglos después, cuando el papado quedaría supeditado a los intereses franceses. Pero por lo pronto lo que sucedió fue que Inocencio comenzó una marcha triunfal que a la postre destruiría a su rival.

Enrique I de Inglaterra no había decidido todavía qué partido tomar. Sus prelados le aconsejaban apoyar a Anacleto, en parte porque el rey de Francia apoyaba a Inocencio, y los dos países vivían en constante tensión. Pero Bernardo se dirigió a Enrique, le hizo ver que tales consideraciones no eran válidas cuando se trataba de cuestiones espirituales, y añadió que, si lo que le preocupaba era el posible pecado de apoyar al papa indebido, “ocúpate de tus otros pecados, y ése caiga sobre mi cabeza”. Contra los que parecían ser sus mejores intereses, el rey de Inglaterra se declaró a favor de Inocencio.

De Alemania se esperaba que el Emperador apoyara a Inocencio, y la confirmación llegó mientras éste estaba en Francia, en compañía de Bernardo. Tras coronar en Reims al rey de Francia y a su hijo, Inocencio partió hacia Alemania. En el camino, todas las grandes ciudades le abrieron las puertas, y le rindieron homenaje. Junto a él, compañero inseparable, marchaba Bernardo. Al llegar a Alemania, Lotario los recibió con toda clase de honores. Su propósito era aprovechar la difícil situación en que Inocencio se encontraba para deshacer el Concordato de Worms, y volver a reclamar el derecho de investidura. Al parecer, el Papa vaciló, al verse en manos del Emperador. Pero Bernardo se enfrentó al soberano, y con la sola autoridad de su persona y su prestigio lo obligó a desistir de su propósito.

El único lugar donde Inocencio no fue recibido con gran pompa y alboroto fue la abadía de Claraval. Allí no resonaron las campanas, ni los monjes se vistieron de gala, ni brilló el oro. Al contrario, todo siguió su curso, y se cuenta que muchos de los monjes ni siquiera levantaron la vista del suelo para ver al Papa. La pompa era necesaria para impresionar a los señores del mundo. Pero los monjes de Claraval no necesitaban de ella para honrar al sucesor de un pescador galileo, al representante del carpintero que entró en Jerusalén montado sobre un asno.

Por fin, en el 1133, con el apoyo de las tropas imperiales, Inocencio pudo regresar a Roma por unos pocos meses. Allí coronó a Lotario en el Laterano. Pero cuando éste y la mayor parte de sus ejércitos regresaron a Alemania, Inocencio se retiró a Pisa, donde pasó más de tres años. Aunque no residía en Roma, casi toda Europa lo reconocía como el legítimo papa, y sólo Roma y el sur de Italia reconocían a Anacleto. En el 1137, con la ayuda del Emperador, Inocencio pudo regresar a Roma. En el castillo de San Angel, Anacleto resistía todavía, pero se encontraba cada vez más aislado. A su muerte en el 1138, los Frangipani hicieron elegir otro sucesor, Víctor IV, cuyas pretensiones papales no duraron mucho, pues no cabia duda de que los partidarios de Inocencio habían vencido.

Lotario había muerto a fines del 1137, y Alemania se encontraba dividida entre el partido de los Hohenstaufen y el de la casa de Baviera. Por diversas razones, el bando de los Hohenstaufen recibió el nombre de “gibelinos”, y el bando opuesto fue el de los “güelfos”. Esta división se reflejó inmediatamente en Italia, donde los güelfos eran el partido papal. Cuando Conrado III Hohenstaufen por fin logró posesionarse del trono, los güelfos italianos, con el apoyo de Inocencio, continuaron tratando de socavar el poder imperial en el norte de Italia. Con ese propósito, el Papa apoyó el movimiento republicano, inspirado en las enseñanzas de Arnaldo de Brescia, que se esparcía por la región. Con gran alborozo de los güelfos, varias ciudades imperiales se rebelaron, y se proclamaron repúblicas.

A la postre esta política redundó en perjuicio del Papa, pues las ideas de Arnaldo fueron penetrando en el centro de Italia, donde se encontraban los estados pontificios. Uno de éstos, la ciudad de Tívoli, se declaró independiente del poder papal, y se organizó al estilo republicano. Los romanos, bajo el mando de Inocencio, atacaron y vencieron a Tívoli. Pero cuando el Papa se negó a permitirles que saquearan la ciudad, el pueblo de Roma se reunió en el Capitolio y se constituyó en república, bajo un senado electo por el pueblo. Al mismo tiempo que reconocían la autoridad espiritual del papa, le negaban el poder temporal. Y apelaron al Emperador para que regresara a Roma y restaurara el verdadero Imperio Romano, con su capital en la Ciudad Eterna y el papado bajo él.

Inocencio murió antes de poder responder al reto de los republicanos, y su sucesor fue Celestino II, de quien, por ser amigo de Arnaldo de Brescia, se esperaba que pudiera llegar a un entendimiento con los republicanos. Pero murió a los pocos meses. El próximo papa, Lucio II, buscó el apoyo de Rogerio de Sicilia, quien deseaba que el Papa lo coronara rey. Los republicanos, por su parte, se aliaron a la familia de los Pierleoni, a uno de cuyos miembros dieron el título de “patricio”, y se negaron a concederle al papa autoridad temporal alguna. Lucio murió de una pedrada, cuando sus tropas atacaban el Capitolio.

Su sucesor, Eugenio III, sorprendió al mundo. La razón por la que fue elegido era que nadie quería ser papa en medio de aquella turbulenta situación; y Eugenio, un viejo abad cisterciense amigo de Bernardo, no parecía tener la fuerza ni la firmeza necesarias para enfrentarse a los republicanos. Allende los Alpes, Bernardo recibió con disgusto la noticia de la elección de su amigo al pontificado. Pero a pesar de ello le envió un largo tratado en el que le aconsejaba acerca de cómo debía conducirse en su oficio. Por su parte, Eugenio III reunió las tropas de varias ciudades cercanas y derrotó a los romanos, en cuyo auxilio había acudido el propio Arnaldo de Brescia con un contingente suizo. Eugenio entró en Roma, cuyos ciudadanos se declararon prontos a obedecerlo siempre que traicionara a sus antiguos aliados. Antes de hacer tal cosa, Eugenio se retiró de la ciudad, primero a Viterbo y después a Siena. Desde allí continuó dirigiendo la vida de la iglesia en Europa, siempre con la ayuda de Bernardo, quien a la sazón se encontraba predicando la Segunda Cruzada, sirviendo de árbitro entre reyes y arzobispos, y conmoviendo a Europa con su verbo inflamado. Pero el gran logro de Eugenio fue socavar la popularidad de Arnaldo y de la república. Debido a la revolución que había tenido lugar, Roma no gozaba del prestigio y las ventajas económicas de ser el centro religioso de Europa, y muchos romanos comenzaban a mostrar resentimiento hacia los jefes republicanos. Mientras tanto, Eugenio se ganaba las simpatías del pueblo. Puesto que la república no le negaba el título de obispo de la ciudad, sino sólo el poder temporal, el Papa regresó a Roma en dos ocasiones, y se ganaba cada vez más la aprobación popular mediante su mansedumbre, rectitud y paciencia. A su muerte en el 1153, la república se sostenía con dificultad.

Bajo la sombra de Federico Barbarroja

Poco antes de la muerte de Eugenio, falleció también el emperador Conrado III, y le sucedió Federico I Barbarroja, el más grande emperador que Europa había conocido desde tiempos de Carlomagno. Mientras Federico ocupó el trono, el papado se movió bajo la sombra de ese gran monarca, cuya ambición parecía no tener límites. Tras el breve pontificado de Anastasio IV, ocupó la cátedra de San Pedro Adriano IV, el único inglés que haya logrado tal dignidad. Cuando en un tumulto en Roma uno de los cardenales fue muerto, Adriano colocó a la ciudad en entredicho. Privada de toda función eclesiástica, la vieja capital de la iglesia no tardó en capitular. Además, comenzaba a cansarse de Arnaldo y sus seguidores, muchos de los cuales eran extranjeros. A la postre, la república fue abolida, Arnaldo partió al exilio, y Adriano entró triunfalmente en la ciudad. Poco después, Arnaldo fue capturado y devuelto a Roma donde, por temor a una rebelión popular, el Papa y los suyos lo mataron y arrojaron sus cenizas al Tíber.

En el entretanto, Federico Barbarroja, al frente de un gran ejército, había cruzado los Alpes para reclamar el título de rey de Italia. Todas las ciudades republicanas del norte se le sometieron, y los republicanos de Roma le enviaron una delegación pidiéndole su apoyo frente a Adriano. Esa solicitud fue un error, pues Federico no sentía simpatía alguna por la causa republicana, y despidió airadamente a los delegados. Entonces marchó hacia Roma, donde fue coronado por Adriano.

Pero los romanos se resistían a la autoridad imperial, y en el conflicto resultante varios centenares de ellos fueron muertos. Cuando Federico decidió regresar a Alemania, Adriano se vio obligado a partir de Roma, para nunca más volver. Aunque el resto de Europa, tratando de contrarrestar el creciente poder de Federico, acataba su autoridad pontificia, la entrada a Roma le estaba vedada.

Comenzó así una pugna sorda entre el Papa y el Emperador, en la que cada uno de los contendientes alentaba el movimiento republicano en los territorios de su contrincante. Al tiempo que Adriano apoyaba el movimiento republicano en la región de Lombardía, donde las ciudades trataban de independizarse del Imperio, el Emperador favorecía sentimientos semejantes entre el pueblo romano.

Alejandro III, el sucesor de Adriano, tuvo que enfrentarse a un antipapa elegido por los partidarios del Emperador. Este convocó un gran concilio en el que se decidiría cuál era el verdadero papa. Alejandro se negó a asistir, y declaró que el Emperador no tenía tal autoridad. Su rival, que había tomado el nombre de Víctor IV, accedió a los deseos imperiales, y por tanto el concilio depuso a Alejandro y declaró que Víctor era el papa legítimo. Empero el resto de Europa no le hizo caso al concilio imperial. Sólo el Imperio y los países donde su poder se hacia sentir (Hungría, Bohemia, Noruega y Suecia) tomaron el partido de Víctor, mientras que el resto de Europa, así como el Imperio Bizantino y el Reino de Jerusalén, se declararon a favor de Alejandro. En Italia, el conflicto era general, y las ciudades se declaraban a favor de uno u otro papa según las tropas imperiales estuvieran cerca o no.

Dado el caos que reinaba en Italia, Alejandro partió hacia Francia, donde recibió el homenaje del rey de ese país y del de Inglaterra. A la muerte de Víctor IV, quienes lo habían apoyado eligieron otro antipapa, que tomó el nombre de Pascual III; y a la muerte de éste lo sucedió Calixto III. Cuando por fin Alejandro decidió regresar a Roma, el clero y el pueblo lo recibieron alborozados. Pero poco después Federico atravesó los Alpes y atacó la ciudad, y el Papa tuvo que escapar disfrazado.

El triunfo del Emperador y de su partido parecía definitivo, cuando se desató una terrible epidemia entre sus soldados, quienes murieron por millares. Las ciudades de Lombardía aprovecharon la ocasión para rebelarse. Los restos del ejército imperial a duras penas lograron atravesar los Alpes y refugiarse en Alemania, en tanto que su jefe, como antes lo había hecho el Papa, huía disfrazado. Cuando, tres años más tarde, Federico regresó a Italia con un nuevo ejército, la Liga Lombarda era tan poderosa que lo derrotó en la batalla de Legnano.

En tales circunstancias, no le quedó más remedio a Federico que hacer las paces con Alejandro. El antipapa Calixto III, carente de todo apoyo, abdicó. Con benevolencia ejemplar, Alejandro lo perdonó, y pronto le confió cargos de importancia. El pueblo romano, por su parte, le pidió al Papa que de nuevo fijara su residencia en Roma. Durante toda esta lucha, la vieja ciudad había perdido buena parte de su prestigio y sus ingresos, que dependían de tener en ella a la cabeza de la cristiandad occidental.

Alejandro entró de nuevo en Roma en medio de grandes ceremonias y festejos. Una vez dueño del poder eclesiástico, convocó un concilio que promulgó toda una serie de edictos, para continuar así la vieja reforma de Hildebrando, que había quedado interrumpida por tanto tiempo.

Alejandro murió en el 1181, y los próximos cinco papas fueron personajes de poca distinción. Lucio III tuvo que huir de Roma, que se rebeló de nuevo. Urbano III el Turbulento fue a la vez papa y arzobispo de Milán, donde se dedicó a fomentar la causa republicana. En el entretanto, el emperador Federico dio un golpe diplomático de gran importancia, al casar a su hijo Enrique con la heredera del trono de Sicilia. Hasta entonces, Sicilia había sido el último recurso de los papas contra las pretensiones de los emperadores. Pero ahora la casa de los Hohenstaufen poseía también ese reino. El próximo papa, Gregorio VIII, reinó sólo dos meses, y el hecho más notable de su pontificado fue la noticia de la caída de Jerusalén, que pocos días antes había sido tomada por Saladino. Lo sucedió Clemente III, quien pudo regresar a Roma, cuya población una vez más se había cansado del gobierno republicano.

Durante su pontificado Federico Barbarroja pereció ahogado, según hemos dicho al tratar acerca de la Tercera Cruzada. Celestino III, el quinto de esta rápida sucesión de papas, coronó emperador a Enrique VI, el hijo de Federico y rey de Sicilia. Enrique era un hombre cruel y ambicioso, que soñaba con restaurar el viejo Imperio Romano y destruir lo que él llamaba “el papado gregoriano”. A pesar de encontrarse casi rodeado de territorios imperiales, Celestino tuvo el valor de excomulgar a Enrique. La lucha abierta parecía inevitable, y sólo se postergó porque el Emperador tenía otros intereses más urgentes, y murió antes de poder responder al reto lanzado por el Papa. Dejaba como heredero a un niño de brazos, Federico. Tres meses después, Celestino murió.

Inocencio III

Puesto que el Imperio se encontraba desorganizado por razón de la muerte inesperada de Enrique, los cardenales romanos pudieron elegir al nuevo papa sin intervención secular, y sin que se produjera un cisma. El nuevo papa, que a la sazón contaba treinta y siete años de edad, tomó el nombre de Inocencio III, y fue el pontífice más poderoso que haya jamás ocupado la cátedra de San Pedro.

La viuda de Enrique, Constancia, temía que las diversas facciones que pronto surgieron en Alemania trataran de destruir a su hijo Federico, heredero de la corona de Sicilia. Para evitarlo, colocó al niño y su reino bajo la protección de Inocencio, e hizo de Sicilia un feudo del papa. De ese modo se deshacía la amenaza que ese reino había representado para el papado en tiempos de Enrique VI.

La corona imperial, que también había pertenecido al difunto Enrique, no era hereditaria, y por tanto pronto surgió la discordia en Alemania. El hijo de Enrique, Federico, era demasiado joven para ser emperador. Por tanto, los partidarios de la casa de los Hohenstaufen eligieron a Felipe, hermano de Enrique. Pero sus contrarios nombraron a Otón, quien pronto contó con el apoyo de Inocencio. El hecho indudable era que Felipe tenía más derecho al trono, y que su elección había sido en regla. Pero a pesar de ello el Papa se le opuso, y declaró que, según las Escrituras, Dios visita el pecado de los padres sobre los hijos, y que Felipe procedía de la casa corrompida y repetidamente excomulgada de los Hohenstaufen. Además, decía Inocencio, el papa tiene autoridad sobre el emperador.

Así como Dios el creador del universo estableció dos grandes luminarias en el firmamento, la mayor para que presidiese sobre el día, y la menor para que presidiese en la noche, así también estableció dos grandes luminarias en el firmamento de la Iglesia universal. […] La mayor para que presida sobre las almas como días, y la menor para que presida sobre los cuerpos como noches. Estas son la autoridad pontificia y la potestad real. Por otra parte, así como la Luna recibe su luz del Sol, […] así también la potestad real recibe de la autoridad pontificia el brillo de su dignidad.

Sobre esa base, Inocencio pretendía tener autoridad para determinar quién debía ser emperador, y por tanto declaró que Otón era el pretendiente legítimo. El resultado fue una cruenta guerra civil que duró diez años, y en la que Felipe parecía llevar la mejor parte cuando fue asesinado. Otón quedó como dueño de Alemania, y la guerra parecía haber terminado.

Pero el nuevo emperador no tardó en romper con el papa que por tanto tiempo lo había apoyado. Una vez más la causa de la ruptura fue la cuestión de la soberanía sobre las ciudades italianas, en las que el Emperador quería hacer valer su autoridad. Poco después de su coronación en Roma, sus relaciones con Inocencio comenzaron a hacerse cada vez más tirantes. El Emperador decidió apoderarse de Nápoles y de Sicilia, que teóricamente le pertenecía al Papa, pues el rey Federico, como hemos dicho, era su vasallo. Al mismo tiempo, comenzó a alentar al viejo partido republicano en Roma.

En respuesta, Inocencio excomulgó al Emperador, lo depuso, y declaró que el legítimo heredero de Enrique VI era el joven Federico. Con el apoyo del Papa, Federico atravesó los Alpes, se presentó en Alemania, y le arrebató la corona imperial a su tío, que había querido quitarle la de Sicilia. El resultado de todo esto fue una extraña victoria para el papado. Al tiempo que Inocencio había acabado por apoyar la restauración de los Hohenstaufen, los enemigos tradicionales del papa, el nuevo vástago de esa casa había llegado a la corona sobre la base de la autoridad del papa de deponer a reyes y emperadores. Luego, si bien era cierto que Inocencio reconocía a Federico, también era cierto, y mucho más importante, que Federico, en su misma actuación, reconocía que Inocencio había actuado debidamente al declarar depuesto a Otón.

En Francia, Inocencio intervino en la vida matrimonial del rey Felipe Augusto. Este había enviudado, y en segundas nupcias se casó con la princesa danesa Ingueburga. Pero poco después la repudió y tomó por esposa a Agnes de Meran. Inocencio amonestó al Rey, y cuando esto no bastó colocó a todo el país en entredicho. Felipe Augusto convocó entonces un parlamento en el que estaban presentes tanto los nobles como los obispos del reino. Cuando este parlamento concordó con el parecer del Papa, Felipe Augusto repudió a Agnes, y legalmente aceptó de nuevo a Ingueburga. La reina depuesta murió poco después, en medio de la más intensa melancolía, mientras la que había sido restaurada pasó el resto de sus días quejándose de que su supuesta restauración era en realidad un tormento. Pero en todo caso el Papa hizo valer su autoridad sobre uno de los reyes más poderosos de la época.

En Inglaterra reinaba a la sazón Juan Sin Tierra, el hermano y heredero de Ricardo Corazón de León. Aunque los desórdenes matrimoniales de Juan habían sido mucho mayores que los de Felipe Augusto, Inocencio no se atrevió a intervenir, pues esos desórdenes tuvieron lugar cuando el Papa necesitaba el apoyo de Juan Sin Tierra en sus esfuerzos por colocar a Otón en el trono imperial. Pero después que esa cuestión quedó resuelta el Papa y el rey de Inglaterra chocaron por la cuestión de quién era el legítimo arzobispo de Canterbury. Cuando se produjo un cisma en esa sede, con dos arzobispos rivales, ambos bandos apelaron a Roma. El Papa sencillamente declaró que ninguno de los dos pretendientes era el legítimo primado de Inglaterra, y nombró en su lugar a Esteban Langton. Juan se negó a aceptar la decisión del Papa, quien primero lo excomulgó y después lo declaró depuesto, y convocó a una cruzada contra él. Esa cruzada le fue confiada a Felipe Augusto, el viejo enemigo de Inglaterra, quien rápidamente se dispuso a hacer efectivo el decreto papal. En tales circunstancias, y temeroso de que muchos de sus propios súbditos no le eran leales, Juan Sin Tierra se apresuró a hacer las paces con el Papa, se sometió a sus órdenes e hizo de todo su reino un feudo del papado, como antes lo había hecho Constancia con el reino de Sicilia. Inocencio aceptó la sumisión de Juan, detuvo la cruzada que Felipe preparaba, y a partir de entonces defendió a su nuevo aliado. Esto se hizo particularmente necesario cuando los nobles ingleses, con el apoyo de Esteban Langton, obligaron a Juan a firmar la Carta Magna, en la que se limitaban los poderes reales frente a la nobleza. Inocencio declaró que se trataba de una usurpación de poder. Pero todas sus medidas no bastaron para obligar a los nobles a desistir de su actitud.

En España, Inocencio intervino repetidamente a través de su legado Rainero. Pedro II el Católico, rey de Aragón, trató de casarse con la hermana de Sancho VII de Navarra. A ello se opuso Inocencio, pues había cierto grado de parentesco entre ambas familias. Poco después, Pedro el Católico fue coronado en Roma, en la iglesia de San Pancracio, a condición de que inmediatamente se dirigiera a la iglesia de San Pedro y allí se declarara vasallo del Papa, e hiciera de todo el reino de Aragón feudo papal. Aunque esto causó gran resentimiento en Aragón, fue un gran triunfo para Inocencio, quien pretendía que todos los territorios conquistados de los infieles le pertenecían al papado. Una de las ironías de la historia es que este rey de Aragón, a quien se conoce como “el Católico”, murió en la cruzada contra los albigenses, al luchar de parte de los herejes y contra las tropas enviadas por el Papa.

Cuando Alfonso IX de León trató de sellar su amistad con Castilla casándose con Berengaria, la hija de su primo hermano Alfonso VIII de Castilla, Inocencio amenazó con poner ambos reinos en entredicho. Castilla se libró de esa amenaza cuando su rey se declaró dispuesto a recibir de nuevo a Berengaria. Pero el de León persistió en su matrimonio, del que tuvo cinco hijos. Cuando los obispos de Castilla y León lo convencieron de que la política de poner a León en entredicho servía para fortalecer la causa musulmana, Inocencio abrogó el entredicho, pero excomulgó al rey de León, y prohibió que se celebrasen los sacramentos en cualquier ciudad donde el Rey estuviese presente. Tras largos años de tensiones entre León y Roma, Berengaria se retiró a Castilla. Los hijos nacidos de aquel matrimonio condenado por la iglesia fueron declarados legítimos. Y otra de las ironías de la historia es que uno de ellos, Fernando III de Castilla y León, a la postre recibió el título de santo.

Los casos que hemos citado son sólo unos pocos ejemplos de la política internacional de Inocencio. Su autoridad se hizo sentir en Portugal, Bohemia, Hungría, Dinamarca, Islandia, y hasta Bulgaria y Armenia. Cuando, aun contra las órdenes del Papa, la Cuarta Cruzada tomó a Constantinopla e instauró en ella una iglesia y un imperio latinos, la autoridad de Inocencio se extendió también a esa ciudad.

Pero esto no fue todo. Bajo su pontificado se fundaron las dos grandes órdenes de los franciscanos y dominicos, tuvo lugar la gran batalla de las Navas de Tolosa, que fue el punto culminante de la reconquista española, y se emprendió la cruzada contra los albigenses.

El punto culminante de toda esta obra fue el IV Concilio Laterano, que se reunió en el 1215. Ese concilio promulgó por primera vez la doctrina de la transubstanciación, según la cual en el acto de consagración el pan y el vino de la comunión se transforman substancialmente en el cuerpo y la sangre de Cristo.

Además, fueron condenados los valdenses, los albigenses y las doctrinas de Joaquín de Fiore. Se decretó la inquisición episcopal, que ordenaba a cada obispo investigar las herejías que pudiera haber en su diócesis, y extirparlas. Se prohibió instituir nuevas órdenes religiosas con nuevas reglas monásticas. Se ordenó que se establecieran escuelas en todas las catedrales, y que en ellas se ofreciera educación a los pobres. Se prohibió que los clérigos participaran del teatro, los juegos, la caza y otros pasatiempos semejantes. Se requirió la confesión de pecados por parte de todos los fieles, que debía tener lugar por lo menos una vez al año. Se proscribió la introducción de nuevas reliquias sin aprobación papal. Se dictaminó que los judíos y musulmanes llevaran ropas especiales, para distinguirlos de los cristianos. Se les prohibió a los sacerdotes cobrar por la administración de los sacramentos. Y se tomaron otras muchas medidas semejantes.

Si se tiene en cuenta que todo esto lo hizo el Concilio en tres sesiones de un día cada una, resulta claro que quien tomó todas estas medidas no fue la asamblea, sino Inocencio, quien utilizó al Concilio para refrendar las medidas que él había decidido tomar. Por todo esto, no cabe duda de que en Inocencio el ideal de una cristiandad unida bajo un solo pastor, el papa, se acercó a su realización. Por tanto, no ha de sorprendernos el que este papa llegara a decir, y muchos de sus contemporáneos creyeran, que el papa “se encuentra entre Dios y el ser humano; por debajo del primero y por encima del segundo. Es menos que Dios, y más que hombre. A todos juzga, y nadie le juzga”.

Los sucesores de Inocencio

Durante casi un siglo, los sucesores de Inocencio gozaron del prestigio que el gran papa había logrado. Sus sucesores inmediatos, Honorio III, Gregorio IX, Celestino IV e Inocencio IV, tuvieron que enfrentarse a las ambiciones de Federico II, a quien, como hemos visto, Inocencio III había hecho emperador. Pero Federico falleció en el 1250, y cuatro años más tarde, al morir su hijo Conrado IV, desapareció la dinastía de los Hohenstaufen. Desde el 1254 hasta el 1273 hubo una larga anarquía en Alemania, y el papado pudo continuar su política sin preocuparse por la intervención del Imperio. Ese interregno terminó cuando el papa Gregorio X pensó que la anarquía alemana redundaba en perjuicio de la iglesia, y apoyó la elección de Rodolfo de Habsburgo. Poco después, cuando era papa Nicolás III, este emperador declaró que el papado y sus territorios eran independientes del Imperio. Durante todo este período, el poder de Francia iba aumentando, y los papas se apoyaron repetidamente en él. También las órdenes mendicantes, al principio perseguidas por algunos soberanos, se hicieron cada vez más fuertes. El primer papa dominico fue Inocencio V, quien reinó breves días en 1276. El primero franciscano fue Nicolás IV, cuyo pontificado duró del 1288 al 1292.

A la muerte de Nicolás IV, los cardenales vacilaron en la elección. El ideal franciscano había penetrado sus rangos, y algunos pensaban que el nuevo papa debía encarnar esos ideales, mientras otros insistían en la necesidad de que fuese una persona conocedora de las intrigas y ambiciones del mundo. Por fin eligieron a Celestino V, un franciscano del bando de los “espirituales”. Cuando éste se presentó en Aquila, descalzo y montado sobre un asno, fueron muchos los que pensaron que las profecías de Joaquín de Fiore se estaban cumpliendo. Ahora comenzaba la nueva era del Espíritu, cuando la iglesia sería dirigida por el espíritu monástico. Pero Celestino, tras breve pontificado, decidió abdicar. Se presentó ante los cardenales, se despojó de sus insignias papales, se sentó en el suelo, y declaró que nada sería capaz de hacerlo cambiar de parecer. Su sucesor, Bonifacio VIII, comenzó a reinar en el siglo XIII, y murió en el XIV (1294–1303). En su bula Unam Sanctam, el ideal del papado omnipotente llegó a su máxima expresión:

Empero una espada debe estar bajo la otra, y la autoridad temporal debe estar sujeta a la potestad espiritual. […] Por tanto, si la potestad terrena se aparta del camino recto será juzgada por la espiritual. […] Empero si se aparta la suprema autoridad espiritual, sólo puede ser juzgada por Dios, y no por los humanos. […] Por otra parte declaramos, decimos y definimos que es de absoluta necesidad para la salvación que todas las criaturas humanas estén bajo el pontífice romano.

Pero a pesar de estas palabras altisonantes, fue precisamente durante el reinado de Bonifacio cuando se hizo patente que había empezado la decadencia del papado. La “era de los altos ideales” había terminado, y comenzaba la de los “sueños frustrados”.

Era de los altos ideales

Últimas entradas

La Lucha Contra El Pecado Y Las Tentaciones: 7 Claves

La Lucha Contra El Pecado Y Las Tentaciones: 7 Claves

¿Te sientes exhausto por la batalla constante contra el pecado y las tentaciones? ¿Buscas renovación…

Fundamentos de la Teología Sistemática [2024]

Fundamentos de la Teología Sistemática [2024]

¿Alguna vez te has preguntado qué es la teología sistemática y cuál es su propósito…

9 Profecías Clave en Isaías 14-23

9 Profecías Clave en Isaías 14-23

¿Qué es una profecía según la Biblia? Profecías: Comunicación de un mensaje divino a través…

¿Estás Dormido?

Yo sé, por triste experiencia, lo que es estar apaciblemente dormido con una paz falsa; por mucho tiempo yo estuve apaciblemente dormido y por mucho tiempo pensé que era cristiano; sin embargo, no sabía nada del Señor Jesucristo.

George Whitefield

Enlaces Rápidos

Enlaces útiles