COMPARTIENDO LA VERDAD

JUAN EL BAUTISTA [Mateo 3:1–3]

JUAN EL BAUTISTA
Tabla de contenidos

¿Cuál fue la misión de Juan el Bautista?

«En aquellos días vino Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, y diciendo: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado. Pues éste es aquel de quien habló el profeta Isaías, cuando dijo:
Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, Enderezad sus sendas».

Mateo 3:1–3

Para Mateo, el factor culminante en la preparación de la venida del Mesías es el ministerio de Juan el Bautista. Él fue levantado por Dios para ser el «precursor». Su tarea era la de preparar y abonar la tierra para la venida de Jesús. Dios le enviaba para que, por medio de su predicación, los corazones de la gente estuviesen predispuestos para el ministerio de Jesús.

La llamada al arrepentimiento, que estaba en el mismo centro de su ministerio, no es en sí la proclamación del evangelio. Es una llamada «pre-evangelística». El arrepentimiento es una condición previa e indispensable para que el evangelio pueda ser recibido.

Merece la pena meditar sobre la vida y ministerio de Juan. Según Jesús, «entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista» (Mateo 11:11). Hay muchas cosas que hemos de aprender de él.

«Pocos predicadores han producido iguales resultados… Ninguno ha recibido igual alabanza de la Cabeza de la Iglesia».

EL MINISTERIO DE JUAN  (Mateo 3:1)

Mateo resume para nosotros el ministerio de Juan en los seis primeros versículos de nuestro capítulo: «En aquellos días vino Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea».

Cuándo

La frase que abre el capítulo, «en aquellos días», es un tanto enigmática. ¿Qué días son éstos? Los comentaristas no se ponen de acuerdo en cuanto al significado:

«En los días de la peregrinación terrenal de Cristo».

«En el tiempo prefijado por el Padre para el comienzo de la predicación del evangelio, cuando el tiempo se había cumplido».

Otros sugieren que quiere decir: «en aquellos días tan importantes», o «en aquellos días portentosos». Aunque todas estas sugerencias son posibles, personalmente prefiero aquella que mantiene la vinculación con el capítulo anterior: «en los días en los que Jesús aún habitaba en Nazaret». La razón de puntualizar que fue en aquellos días, es la de indicar cierta continuidad entre los capítulos 2 y 3, a pesar del hecho de que hay un espacio de casi 30 años entre ellos.

Dónde

¿Dónde predicó Juan? Dice nuestro texto: «en el desierto de Judea». Al este de la cordillera compuesta por los montes de Samaria y los de Judá, y que se extiende desde Jezreel hasta el Neguev, hay tierras sumamente áridas, tanto más cuanto más se avanza hacia el sur. El desierto de Judea –o desierto de Judá– constituye la parte meridional de estas tierras, situada entre los montes de Judá al oeste y el Mar Muerto y el tramo sur del río Jordán al este.

Dada la procedencia de la gente que salía a escuchar a Juan, según el versículo 5, y puesto que Juan bautizaba en el Jordán, la probable ubicación de su ministerio es al este de Jerusalén, en las cercanías de Jericó. Y efectivamente, los que hemos estado en aquellas tierras, sabemos que son tales que hacen que los Monegros parezcan un vergel. Son muy áridas:

«Es ciertamente una desolación, un vasto espacio ondulante de suelo gredoso cubierto de rocas, piedras partidas y guijarros. Por aquí y por allá se ve un matorral debajo de los cuales se arrastran víboras».

¡He de que confesar que yo no he visto las víboras, pero seguramente están allí!

Quién

Así que Juan el Bautista predicaba en aquellos días y en aquel desierto. Pero es de observar que Mateo no dice prácticamente nada acerca del mismo Juan. Sencillamente explica su ministerio, dando por sentado que sus lectores ya saben quién es. Como suele ocurrir con los Evangelios, los evangelistas escriben para personas que ya están familiarizadas con los datos básicos de la vida y circunstancias de Jesús. Sólo es Lucas, quien escribía para alguien fuera de Palestina poco conocedor del país, quien nos rellena el trasfondo. En el Evangelio de Lucas, pues, leemos acerca del nacimiento milagroso de Juan, hijo de Zacarías y Elisabet.

Aprendemos que era un primo lejano de Jesús y que nació en algún pueblo de los montes de Judá (la tradición lo identifica con un pueblo cercano a Jerusalén, llamado en la actualidad Ein Karen). También Lucas nos explica que la niñez y juventud de Juan transcurrieron en el desierto; por esto, el desierto era para él un terreno familiar en el cual sabía defenderse (Lucas 1:80).

Qué

¿Y qué hacía Juan? Pues dice el texto que predicaba, es decir, que «pregonaba». La palabra empleada aquí es la que se utilizaba habitualmente para la proclamación de un heraldo, dada en nombre del rey. La predicación no es un discurso cualquiera, sino dado con autoridad real. Detrás de la predicación –siempre que sea una predicación fiel al mensaje que el Rey ha dado– está todo el peso de la Palabra de Dios y de la autoridad divina.

Es por eso por lo que la predicación no debe hacerse de cualquier manera, ni debe predicar nadie que no sea consciente de que Dios le ha dado algo que proclamar y le ha llamado a ese ministerio. En el temor de Dios ejerce su ministerio, Sabiendo que el Rey le pedirá cuentas de cómo lo ha realizado. Muy claramente ésta era una característica del ministerio de Juan, como veremos en unos momentos.

EL MENSAJE DE JUAN (Mateo 3: 2)

En el versículo 2, Mateo nos ofrece un resumen de su mensaje: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado».

Por supuesto, ésta no es más que la esencia de su mensaje. Siguiendo la costumbre literaria de aquel entonces, Mateo nos da lo que parece una cita exacta, pero deberíamos entenderla como una oración indirecta. Es decir, «Juan decía que la gente debía arrepentirse porque el reino se había acercado». Su mensaje es el anuncio del acercamiento del reino mesiánico y, por lo tanto, la exigencia de que la gente se prepare espiritualmente para su advenimiento. Deben «arrepentirse».

Arrepentíos

Sin embargo, los comentaristas dicen a una voz que ésta es una mala traducción: en vez de «arrepentíos» debería decir «convertíos». Literalmente la palabra significa: «cambiad de mentalidad»; pero se sobrentiende que implica también un cambio de conducta. Juan, además de proponer que la inmediata llegada del Mesías requería un cambio de mentalidad, exige una rectificación en el estilo de vida. La preparación del camino del Señor no es un ejercicio académico, sino un cambio radical en la forma de vivir de sus oyentes.

¿Cuál, pues, es la diferencia entre el arrepentimiento y la conversión?

En primer lugar, arrepentimiento es una palabra que pone cierto énfasis en el elemento emocional. Dice Berkhof que «da una prominencia indebida al elemento emocional»; «indebida», por supuesto, en este contexto. Naturalmente, la conversión suele ser una experiencia profundamente emotiva, pero la palabra conversión no pone el énfasis sobre las emociones. Lo importante es que, con o sin emoción, hemos de cambiar de conducta. Hemos de cambiar nuestro enfoque de la vida y, con él, nuestra manera de vivir, porque el Rey viene y trae consigo el juicio. El reino viene. Lo esencial es el cambio, no la emoción.
La conversión es «hacer un giro completo en la mente y en el corazón» y, por lo tanto, en la vivencia. Es «un cambio radical de mente y corazón que conduce a un cambio completo de vida». Es «el cambio interior de la mente que, inducido por el pesar, a su vez induce una vida reformada».

En segundo lugar, la palabra arrepentimiento pone el énfasis sobre el aspecto negativo del cambio que Juan proclamaba, mientras conversión incluye lo negativo pero va más lejos e incluye también lo positivo. El arrepentimiento mira hacia atrás, a la vida pasada, siente vergüenza y rechazo hacia ella y se compromete a repudiarla. La conversión también mira hacia atrás, siente lo mismo y se compromete de la misma manera, pero es esencialmente el comienzo de una nueva dirección. O sea, la conversión incluye el arrepentimiento, pero es en sí algo más positivo. Es abrazar un nuevo estilo de vida, una vida que dé frutos (vs. 8, 10).

En realidad, la predicación bíblica del arrepentimiento siempre persigue la conversión, y la predicación bíblica de la conversión siempre incluye el arrepentimiento. El hecho de que es así en el caso de la predicación del Bautista se ve en que la gente, al bautizarse en señal de conversión, confesaba sus pecados (v. 6). Pero Juan no se conforma con la confesión: les exige que ahora empiecen a dar frutos de su nueva vida.

«El judío sostenía que el verdadero arrepentimiento tiene como resultado no solamente un sentimiento de pena, sino un cambio en la vida; y lo mismo sostenemos los cristianos… El judío sostenía que el genuino arrepentimiento producía frutos que demostraban su autenticidad; y lo mismo los cristianos».

En todo caso, hay dos posibles errores que debemos evitar: uno es el de predicar el arrepentimiento sin la conversión, porque esto conduciría a la idea de que basta con sentir pena sin abrazar el camino de Cristo; el otro es predicar la conversión sin el arrepentimiento, lo cual derivaría en un supuesto «volvernos a Dios» sin el repudio de nuestro pecado. Una correcta presentación del evangelio ha de incluir las dos cosas.

La esencia del ministerio de Juan, por lo tanto, fue una poderosa llamada al arrepentimiento y a la conversión. En realidad, toda predicación fiel del evangelio –quiero decir, no necesariamente cada mensaje, pero el conjunto de todo ministerio fiel de predicación evangelística– siempre debe incluir la llamada a la conversión como condición previa para recibir, por la fe, el mensaje de buenas noticias de salvación. La predicación busca, en primer lugar, la conversión. Yo, al escribir estas líneas, estoy buscando la conversión de mis lectores, y la mía también. Espero que por medio de nuestra reflexión en este texto cambiemos de mentalidad. Muchos de nosotros somos personas ya «convertidas», por lo cual es de suponer que el cambio no será un giro de ciento ochenta grados; pero, aun como creyentes comprometidos, constantemente sufrimos la tendencia a ir desviándonos otra vez del camino, y quizás necesitemos un cambio de diez o veinte grados para volver a los ciento ochenta. La buena predicación siempre llama a la conversión; siempre exige un cambio en la vida de los oyentes. Y lo hace siempre como preludio a la presentación de la esencia del evangelio: la persona y obra de nuestro Señor Jesucristo y la necesidad de fe en Él. Ciertamente la meta principal de la evangelización es conducir a la gente a la fe en el Hijo de Dios; pero si no hay conversión la «fe» se expresa como el asentimiento teórico de la mente a unas ideas, no como la dependencia vital del Salvador.

Notemos que no hay en la predicación de Juan el Bautista nada de consideraciones de conveniencia. «Si predicas un mensaje tan duro y sin respiro, Juan, perderás a tu congregación. Conviene ser más equilibrado y positivo: decir a la gente lo mucho que Dios los ama; no ofenderlos con denuncias humillantes; ofrecerles consuelo y buen ánimo». Creo que ante tales críticas Juan posiblemente habría contestado así: «¿Qué mayor demostración del amor de Dios puede haber que el anuncio de la venida de su Hijo? ¿Qué mayor consuelo que la preparación para su reino? Lo demás son sentimentalismos y evasiones. La verdadera experiencia del amor y paz de Dios viene como consecuencia de la verdadera experiencia de arrepentimiento y conversión. Tus consejos, lejos de conducir a un mayor conocimiento de la bondad de Dios, son una manera de evitar la humillación de aquel camino de conversión que es la única manera de llegar a la verdadera comunión de Dios. Y en todo caso, debo ser fiel al mensaje que Dios me ha dado».

Juan ejerce su ministerio en el temor de Dios y, en consecuencia, no teme a los hombres. Todo predicador fiel ha de hacer lo mismo. Conforme a las Escrituras, son los predicadores infieles los que se dejan influenciar por lo que sus oyentes quieren escuchar. El Nuevo Testamento nos advierte acerca de personas que se levantarán en el seno de la Iglesia y conseguirán popularidad por enseñar solamente lo que la gente quiere escuchar. No son enviados por Dios, ni ejercen su ministerio en el temor de Dios, sino como profesionales, practicando la predicación como si se tratara de una carrera cualquiera y viviendo a base de ella.

EL ACERCAMIENTO DEL REINO DE LOS CIELOS

Si Juan hubiese ajustado su predicación a la comodidad de sus oyentes, nunca habría preparado adecuadamente el camino del Señor Jesucristo. Porque la razón por la que tenía que predicar la conversión es ésta: el reino de los cielos se ha acercado. De todos los evangelistas solamente es Mateo quien nos define esta razón. Es, por supuesto, exactamente la misma que la que motivó a Cristo al principio de su predicación: «Arrepentíos [es decir, convertíos], porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mat 4:17).

Los otros evangelistas no suelen hablar del reino de los cielos sino del reino de Dios. No se trata de dos conceptos distintos sino de la reticencia de Mateo, judío que escribe para judíos, de emplear innecesariamente frases que contuviesen el nombre de Dios. Los judíos evitaban en todo momento nombrar el nombre divino por temor de quebrantar el tercer mandamiento: No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano (Éxodo 20:7). Preferían emplear eufemismos, uno de los cuales era reino de los cielos.

«Mateo dirige su evangelio primordialmente a los judíos, para quienes era familiar la expresión reino de los cielos, evitando así pronunciar el nombre sagrado, mientras que Marcos y Lucas sienten la necesidad de escribir reino de Dios, para hacerse entender mejor de sus lectores».

Tanto Mateo como el autor de la Epístola a los Hebreos suelen respetar esta sensibilidad. Emplean el nombre de Dios sin vacilación si hace falta, pero en otras ocasiones lo evitan. Cuando el autor de Hebreos hace distinción entre las cosas terrenales y las celestiales, no debemos pensar que éstas estén flotando por los cielos: nos está hablando de realidades que experimentamos en esta vida, pero que son realidades espirituales en contraste con las materiales. Son cosas de Dios. 

El reino de los cielos no es un reino ubicado físicamente en el aire: es el reino de Dios, y se encuentra allí donde Dios gobierna, tanto en las esferas espirituales invisibles, como en la vida de los hombres. De hecho, es mejor entender la palabra reino, no como el territorio sobre el cual Dios gobierna, sino como el acto de gobernar en sí. Allí donde Dios y su autoridad son reconocidos, allí se manifiesta el reino de Dios. Y cuando el Rey, nuestro Señor Jesucristo, irrumpe en la historia, allí está el reino de Dios. Él mismo lo dirá:

«Si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios» (12:28).

Por supuesto, el gobierno de Dios en nuestras vidas, como creyentes, aún no es perfecto. La Iglesia, aunque es una manifestación auténtica del reino de Dios, sólo es una manifestación. El reino de Dios ya ha llegado a los hombres con la venida de Cristo, pero todavía queda por manifestarse en su perfección. Por esto Jesús mismo, si bien dice que el reino se ha acercado (Lucas 10:9; 11:20), sigue hablando de él como si fuera algo a ser experimentado en el futuro. Vivimos en el ya y todavía no del reino de Dios.

Lo que Juan quiere decir con su mensaje es esto: que el Mesías está a punto de manifestarse y, al llegar el Rey, con Él viene el gobierno de Dios sobre las vidas de los hombres. Por lo tanto, es imprescindible, a fin de prepararnos para su venida, haber dispuesto nuestras vidas para una vivencia acorde con ésta. 

¿Cómo podemos entrar en el reino de Dios sin admitir su gobierno en nuestras vidas? Sería un absoluto contrasentido. Quien quiere prepararse para la venida del Rey, antes de nada debe acatar su autoridad y señorío. Obviamente, si el reino de Dios es el gobierno de Dios, no hay ninguna posibilidad de entrar en él mientras sigamos viviendo conforme al mundo y al pecado. Si el reino de Dios se va a establecer en nuestras vidas, ya no tenemos que vivir más para nosotros mismos, sino como súbditos fieles de nuestro Rey, cumpliendo su voluntad. Hace falta una conversión, porque el Rey viene. La conversión es un requisito indispensable para su venida a nuestras vidas.

Ésta es una constante de la predicación bíblica. Moisés en el desierto predicaba a Israel, no con estas palabras pero sí en esencia: Convertíos, porque estáis a punto de entrar en la Tierra Prometida, figura del reino de Dios. Juan predicaba: Convertíos, porque el Rey viene. Jesús predicaba lo mismo. Los apóstoles predicaban: Convertíos, porque el Rey vuelve y con Él el juicio y el establecimiento perfecto y definitivo del reino de Dios. La conversión (o arrepentimiento) y la fe constituyeron los pilares sobre los cuales su mensaje descansaba. Así pues, Pedro concluyó su predicación del día de Pentecostés con las palabras:

«Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2:38).

Igualmente, Pablo resume ante los ancianos de Éfeso cuál ha sido el énfasis primordial de su ministerio:

«… testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hechos 20:21).

El mensaje varía de matiz, pero no en su esencia, desde el comienzo de la historia de la salvación hasta el retorno de Cristo.
Pero ¿qué de la predicación de la conversión hoy en día? Correctamente predicamos el mensaje del evangelio del don gratuito de Dios para todo aquel que crea en el Señor Jesucristo. Pero en muchos casos se olvida la conversión como condición de corazón básica para poder ejercer fe en el evangelio y recibir al Rey. La salvación gratuita es predicada, pero a veces falta la conversión radical que debe precederla.

EL SIGNIFICADO DEL MINISTERIO DE JUAN (Mateo 3:3)

Así, pues, predicaba Juan. Pero, a fin de que no se nos escape el alto significado de su ministerio, Mateo ahora procede a señalar cuál es la clave bíblica para entenderlo. Nos remite a una profecía de Isaías.

El versículo 3 empieza con la palabra pues, palabra que indica que la información que sigue explica y comenta el ministerio de Juan. Si éste predicaba con tal dureza y tal mensaje, fue porque estaba cumpliendo lo que las Escrituras habían dicho. Cuatrocientos años antes, el último de los profetas del Antiguo Testamento había profetizado no solamente la venida del Mesías, sino también la venida de un precursor suyo:

«He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos. ¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?» (Malaquías 3:1–2).

Desde el momento de esta profecía transcurrieron cuatro siglos en los que el Cielo guardó silencio. Los hombres decían para sí: ¿Dónde está el cumplimiento de la promesa? Algunos ya habían dejado de creer en él.
Luego irrumpió Juan el Bautista sobre el escenario de la historia. Jesús mismo le identificó con las palabras de Malaquías:

«Porque éste es de quien está escrito:
He aquí yo envío mi mensajero delante de tu faz,
El cual preparará tu camino delante de ti» (11:10).

El silencio llega a su fin. Los cielos se abren otra vez. Llega el mensajero prometido, por lo cual el Rey no puede tardar.
Pero vamos ahora a Isaías 40:1–5, puesto que estos versículos también fueron aplicados por los evangelistas a Juan el Bautista:

«Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de la mano de Jehová por todos sus pecados. Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane. Y se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá; porque la boca de Jehová ha hablado».

Marcos combina la cita de Isaías con la de Malaquías. Lucas cita mucho más extensamente de este mismo texto que Mateo. Y en el Evangelio de Juan, el Bautista mismo se aplica a sí mismo esta profecía.

Notemos en la cita de Isaías varias cosas de interés. En primer lugar que este mensaje de consolación y preparación se centra en Jerusalén. La Ciudad Santa tiene que ser el lugar al cual llega el mensaje de esperanza y, por supuesto, se cumplió así en el ministerio de Juan el Bautista. Los primeros que salieron a él fueron los de Jerusalén (v. 5).

Notemos también que el mensaje llega a un pueblo desolado y afligido que aún está bajo el castigo de Dios. Hacía siglos que, con escasos períodos excepcionales, los judíos estaban dominados por poderes extranjeros, añorando su libertad como nación. Sin embargo, la auténtica desolación del pueblo no era política, sino moral y espiritual. Ahora, con la llegada de Cristo, precedida por el ministerio de Juan, llega la consolación prometida. El tiempo del castigo se ha cumplido.

Notemos, finalmente, que el mensaje del precursor llega al pueblo justo antes de la aparición de la gloria de Jehová. El Rey que viene no es otro sino el mismo Jehová y, para quienes tienen ojos para verlo, en Jesucristo se manifestará la gloria de Dios:

«Y vimos su gloria –dirá asombrado el apóstol Juan, cumpliendo así las palabras de la profecía–, gloria como del unigénito del Padre» (Juan 1:14).

«Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Corintios 4:6).

Ésta no será la última vez que en nuestros estudios de Mateo veremos que un texto del Antiguo Testamento que hable de Jehová tendrá su cumplimiento en el Nuevo en la persona de Jesús. Los que niegan que los apóstoles hayan creído en la divinidad de Cristo harían bien en meditar estos textos. En este caso, el texto masorético de Isaías 40:3 dice: «Preparad camino a Jehová». 

En la Septuaginta los traductores pusieron: «Preparad el camino del Señor», porque la versión griega suele traducir Jehová por Señor. Cuando los apóstoles, pues, hablan de Jesucristo como Señor, emplean conscientemente el título que corresponde a Jehová. Y cuando Mateo aquí aplica la frase de Isaías a Jesucristo, implícitamente nos dice que Él es el Jehová del Antiguo Testamento.

Esencialmente, la cita de Isaías dice que la tarea de Juan sería la de allanar la venida del Mesías. El suyo sería un ministerio de preparación espiritual. La cita define, primero, quién es Juan y, después, cuál es la finalidad de su ministerio.
En cuanto a su persona, dice que Juan es una «voz que clama en el desierto». Juan mismo asumió esta definición de sí mismo. Cuando la gente le confundía con la persona del Mesías, él restaba importancia a su persona –aunque no a su ministerio–, diciendo: Yo sólo soy una voz que clama (Juan 1:23). 

En cierto sentido todo creyente es llamado a un ministerio parecido: todos hemos de ser portavoces de Cristo, y todos hemos de menguar para que Él crezca. En nuestra escalera con los vecinos, en nuestro lugar de trabajo o estudios con nuestros compañeros, somos llamados a ser «una voz que clama», preparando el camino para que el Señor Jesucristo pueda tener entrada en el corazón de la gente.

En cuanto a su ministerio, la «voz que clama» tiene que efectuar dos cosas, según las palabras de la profecía, si bien en realidad son una misma expresada por medio de un típico paralelismo hebreo:

(1) Preparar el camino del Señor;
(2) Enderezar sus sendas.

A pesar de los caminos reales creados por Salomón26 y de los grandes avances de los romanos en la construcción de una red de carreteras por todo el imperio, en general los caminos de aquel entonces seguían siendo malísimos. No eran más que el tramo pisado por generaciones de personas. Por supuesto, cuando el camino no es más que esto, si se cae un árbol en medio del camino, se da un rodeo para evitar el árbol. Si fuertes lluvias erosionan un tramo, la gente busca una ruta más fácil. Así, con el tiempo el camino iba cambiando ligeramente de trazado. Sólo era la visita de un personaje de mucha importancia, normalmente el monarca del país, la que obligaba a las autoridades locales a tomar cartas en el asunto y movilizar a la población para una reparación general de caminos. Entonces aquel sendero mal hecho era enderezado, allanado y limpiado a fin de que el monarca tuviese un acceso fácil y recto al pueblo.

Esto es esencialmente lo que el ministerio de Juan pretende. Él es el «pregonero o heraldo real que manda reparar los caminos ante la proximidad y acercamiento del Rey». Es decir, tiene que hacer que el ministerio de Jesús sea más fácil. Cuando hay conciencia de pecado y espíritu contrito y arrepentido, cuando hay un deseo de vivir para Dios, cuando ha habido una renovación del corazón y la adquisición de una nueva mentalidad; entonces el corazón humano está preparado para recibir a Jesucristo.

Afinando la cosa más aún, notamos que Juan mismo no es el que prepara el camino, sino que Juan llama a la gente a que ellos –cada uno en su propia vida– preparen el camino mediante su propia conversión. Juan sólo es la voz que exhorta. La limpieza de los caminos es obra de cada uno. En vez de los caminos torcidos del pecado, deben crear el camino recto de la santidad. En su predicación a diferentes grupos de personas que salían para escucharle,29 Juan especificó detalles en cuanto a lo que significa rectificar el camino de la vida: pecados a los que debían renunciar, prácticas que debían dejar para dar lugar a una vivencia recta delante de Dios y así proporcionar al Señor un acceso directo a su corazón.

El evangelio, pues, empieza con la predicación de la conversión, para que pueda fructificar la fe. Si el Señor Jesucristo va a acercarse a una vida tiene que haber una preparación del camino: «convertíos».

Me temo que hoy en día vemos a algunos que se consideran creyentes, pero sus vidas están «sin convertirse». En el fondo tienen una mentalidad todavía mundana, pero se han revestido con ropajes religiosos. Esto no vale. No es cristianismo. El cambio radical de orientación en la vida que llamamos la conversión antecedió al anuncio del evangelio en sí, tanto en el ministerio de Juan como en el de Jesús, y debe ser así en nuestro entendimiento del evangelio también. La conversión es un requisito necesario para que el Rey pueda hacer su morada en una vida y para que el reino de Dios se acerque a ella.
Por esto, en su predicación en el día de Pentecostés, ante la pregunta de la gente: ¿Qué debemos hacer?, Pedro contesta:

«Arrepentíos [mejor, convertíos], y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2:38).

Primero deben convertirse; luego dar constancia de su fe en Jesucristo por medio del bautismo; y después el Rey vendrá a sus vidas mediante el don del Espíritu Santo. El primer paso es la conversión. Éste es el mismo énfasis que encontramos en la predicación de Pablo ante los atenienses:

«Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar que se conviertan» (Hechos 17:30).

Cabe, pues, a todos nosotros preguntarnos si tenemos corazones convertidos al Señor, o si hemos adquirido sencillamente cierto bagaje de doctrina evangélica que estamos intentando compaginar con una mentalidad todavía mundana, con una vivencia que en poco se distingue de la de nuestros compañeros incrédulos. El rey hace su morada en corazones íntegros y quebrantados. Las sendas de nuestra vida han de ser rectas. En esto no hay atajos ni rodeos cómodos.

JUAN EL BAUTISTA

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